Después de más de medio siglo de Guerra Fría, cambios en el mapa europeo, el crecimiento de una nueva superpotencia y el declive de otra, el mundo continúa con los patrones del siglo pasado, como una comedia que prolonga la situación anterior aunque los actores hayan cambiado.

En realidad, tan solo uno de los dos actores es nuevo, pues el enfrentamiento global que el mundo vive desde finales de la Segunda Guerra Mundial sigue teniendo tan solo dos protagonistas, aunque ya no sean los mismos: en el lado occidental, que se auto define como campeón de la democracia, el protagonista sigue siendo Estados Unidos. En el oriental, al que los occidentales califican de autoritario, la China ha pasado a ocupar el lugar de la difunta Unión Soviética.

Es un lugar que quisiera ocupar Rusia, la sucesora de la URSS desaparecida hace ya más de 30 años, pero con la caída del régimen soviético se desvanecieron también las aspiraciones imperiales de su sucesora rusa: Moscú tomó el manto y la herencia soviética, se declaró la nueva versión de lo que en su día el presidente norteamericano Ronald Reagan describió como “el imperio maligno”, pero no pudo mantener su hegemonía.

Durante unos –pocos– años, Washington parecía consolidarse como la única capital del mundo, con un imperio sin rivales, controlado desde la capital de Estados Unidos. Pero este mundo unipolar duró poco y en el mismo espectro político de la otrora URSS surgió el gigante chino, deseoso de recuperar el puesto que ocupaba en el mundo antes de su decadencia hace ya más de tres siglos.

Y lo consiguió en parte, gracias a su demografía –la cuarta parte de los habitantes del planeta eran chinos hace tan solo unas décadas–, a la transformación política del país que decidió subirse al carro del comercio y el acceso libre a los mercados internacionales. Las ayudas occidentales le abrieron las mayores oportunidades de acceso.

Todo esto sucedía después de la Guerra Fría, ganada decisivamente por Estados Unidos y sus aliados en Europa y Asia, con la ilusoria esperanza de que se abriera ante el mundo un proceso –nunca visto– de paz y armonía general.

Una nueva versión de la guerra fría

También esta ilusión chocó con la realidad y el mundo, al menos visto desde Estados Unidos, está abocado a una nueva versión de la Guerra Fría, en que el principal contrincante del otro bando ya no es Rusia sino China.

Pekín tiene otra filosofía y modo de actuar que Moscú. En vez de presentarse al mundo como superpotencia según hizo Moscú en su día, vende una imagen de país idealista en la liga de los “no alineados”, que se presentan como los BRICS, una amalgama de naciones que dicen estar al margen de las definiciones ideológicas.

Estos BRICS, que corresponden a las letras de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, van a tener ahora más compañía porque otra serie de países se les quieren unir, aunque es dudoso que vayan a cambiar las siglas.

Una superpotencia y otra en camino

El BRICS de hoy tiene poco en común con el original: China se ha convertido ya en la “otra” superpotencia y tan solo puede presentarse como no alineado para reducir el temor hegemónico que puede inspirar, mientras que la India, que ya le arrebató el título de país más populoso de la tierra –y bajó su porcentaje del 25 al 19 de la población mundial–, va camino también de tener ambiciones imperiales, mientras que Brasil y Sudáfrica han perdido peso relativo en el conjunto de naciones.

Entre tanto, los aliados europeos de Estados Unidos, igual que el Japón, se ven afligidos de un mal desconocido hasta ahora, que es el suicidio de sus poblaciones que van disminuyendo en número, en aras de una vida más cómoda y mayores bienes materiales.

Es algo que en menor medida ocurre también en Estados Unidos. Las consecuencias se empiezan a ver ya a los dos lados del Atlántico, con grandes oleadas de inmigración que en muchos lugares generan reacciones xenófobas y también preocupación por el cambio sociológico que representan. En vez de la integración armónica de gentes de otras razas y religiones, es frecuente ver xenofobia en los dos sentidos: ni los inmigrantes se integran, ni el país de acogida quiere cambiar.

Tal vez, creen algunos analistas, esto sea el principio del fin de la hegemonía norteamericana, aunque, de momento no es evidente quién pueda tomar el relevo. El mundo paree seguir a remolque de Washington.