Las adultas tenemos una manía tremenda de etiquetar a las personas, sean grandes o pequeñas. Nos gustan las definiciones genéricas, parece que nos dan seguridad. Una de las etiquetas que suelo escuchar en el entorno del parque es la de chivata, esa palabra que todavía tiene un significado que, sin exagerar, yo remontaría a la Guerra Civil, en el que familias enteras se mataron las unas a las otras, o a episodios recientes y cercanos donde, más o menos, sucedió lo mismo. Nos duele que otra niña nos venga diciendo que la nuestra ha hecho esto o lo otro y lo sentimos como un ataque personal, porque, en el fondo, nos duele pensar que nuestra criatura tiene sus defectos (como todas las demás), sin poner en primer plano el hecho de que está en un proceso de aprendizaje que le llevará a hacer cosas que habrá que trabajar (y repito, como todas las demás). Hace unos días se sucedió uno de esos episodios, en la que una niña se le acercó a una madre para decirle que su hija le había pegado un guantazo a otra y ésta última se había quedado llorando a moco tendido. La madre, quizá cansada de que esa escena se repita con su pequeña más que con otras, le contestó que no era necesario que le estuvieran diciendo todo el rato lo que hacía su hija y que eso era ser una kontakatilu. La supuesta chivata se marchó por dónde había venido un tanto confusa con la respuesta y sin encontrar una solución adulta al sopapo que había presenciado. Fue entonces cuando otra madre metió el dedo en la llaga, para decir que insistimos a nuestras hijas con que nos cuenten las cosas para luego acusarles de ser unas chivatas. “Quizá ésa podría ser la cara oculta y silenciosa del bullying”, reflexionaba esta chica, “la que es testigo pero calla para no sufrir las represalias o el dedo acusador de las otras, la que se protege para seguir perteneciendo al grupo, cueste lo que cueste”.