El desmantelamiento de la central nuclear de Santa María de Garoña, ubicada en el valle de Tobalina, en el norte de Burgos, y a escasamente 45 kilómetros de Vitoria-Gasteiz, que llevaba ya una década sin actividad, se ha hecho realidad después de que el Gobierno español haya autorizado el pasado lunes a través de una orden ministerial tanto la transferencia de su titularidad de Nuclenor –una sociedad, Nuclenor, propiedad de Endesa y de Iberdrola– a la Empresa Nacional de Residuos Radiactivos (Enresa) como el inicio de su desmontaje. Se convertirá, así, en la tercera central nuclear en el Estado español en ser desmantelada, tras Zorita (Guadalajara) y Vandellós I (Tarragona). Según se ha publicado, el coste es de 475 millones de euros, en el que no está incluido la gestión de los residuos radiactivos.

Garoña y Fukushima

La instalación, inaugurada en 1971 y que contaba con una potencia de 466 megavatios (MW), lleva desconectada de la red eléctrica desde 2012, cuando Endesa e Iberdrola comunicaron su decisión de no seguir explotándola. Un año después se declaró el cese definitivo de explotación, pero, dado que este “no se debía a razones de seguridad nuclear o protección radiológica, Nuclenor presentó una solicitud de renovación de la autorización en mayo de 2014, explica el Gobierno español. En agosto de 2017, esta solicitud fue denegada por el entonces Ministerio de Energía, Turismo y Agenda Digital, retrasando todo el proceso.

El cierre y el desmantelamiento de la central nuclear de Garoña ha sido exigido incesantemente por un amplio movimiento social y por las instituciones vascas, como el Parlamento vasco, las principales instituciones alavesas y el Ejecutivo vasco, entre otras.

Durante las últimas décadas, Garoña ha demostrado que desde el punto de vista de la producción eléctrica no era necesaria. Esta central era totalmente prescindible, porque sólo producía el 1,3% de la electricidad en el Estado Español, y estaba amortizada, por lo que su cierre no costaba un euro a la ciudadanía. La amortización de las centrales más antiguas se produjo en torno a los 25 años de funcionamiento gracias principalmente a las aportaciones extras que ha recibido la industria nuclear en el Estado español.

Pero, además, Garoña, no era una central segura, ni muchos menos. Durante sus 40 años de funcionamiento, ha tenido multitud de incidentes y problemas, desde agrietamientos variados al calentamiento de las aguas del río Ebro, por no seguir con más cuestiones. Exactamente a nueve días de cumplir los cuarenta años de conexión de la central de Garoña a la red eléctrica, el reactor I de la central nuclear japonesa de Fukushima sufría uno de los accidentes más graves de la historia nuclear. Pues bien, Garoña y el reactor I de Fukushima fueron conectadas a la red el mismo año (1971), con la misma tecnología (BWM o agua en ebullición), con el mismo sistema de contención (Mark-I) y casi similar potencia (466 y 439 MW, respectivamente).

Sin duda, el desmantelamiento de la central nuclear de Garoña es una gran noticia. Ahora bien, lo que llama mucho la atención, es que el desmantelamiento de la central de Garoña corra a cargo de los presupuestos públicos, y no de sus propietarios –Iberdrola y Endesa–, titulares mientras hay “beneficios caídos del cielo”, que son las compañías que la han explotado y obtenido sus beneficios.

Otra cuestión importante a tener en cuenta en las centrales nucleares que se clausuran, es que se va a hacer con sus residuos radiactivos. Tal y como se ha anunciado, se ha preparado en los alrededores de la central de Garoña un Almacén Temporal Individualizado (ATI). Este depósito transitorio para los residuos de alta actividad generados en la central, tiene todos los visos de convertirse en definitivo, porque en la actualidad, el posible Almacén Centralizado en el Estado español, el futuro cementerio nuclear, no tiene visos de ser realidad, y todas las tentativas han fracasado, la última de ellas, en Villar de Cañas, en la provincia de Cuenca.

El desmantelamiento de Garoña coincide con la decisión de Japón de verter al mar más de un millón de toneladas de aguas radioactivas acumuladas tras el accidente de Fukushima. Una decisión que ha puesto en pie de guerra a los pescadores y a la población de los países limítrofes.

El 11 de marzo del 2011 la central nuclear de Fukushima, una de las mayores del mundo, fue parcialmente destruida por un tsunami. El tsunami afectó a 4 de los 6 reactores de la central. Hubo cerca de 20.000 muertos y desaparecidos, y 160.000 personas tuvieron que dejar sus hogares.

En estos 12 años han trabajado diariamente para descontaminar la central. En la primera etapa se trató de evitar que hubiera emisiones de radioactividad vertiendo agua sobre las instalaciones. Esa agua y la que han tomado del subsuelo de la zona se ha ido acumulando en unos enormes tanques pero ya no cabe más.

El Gobierno de Japón ha decidido verterlas al mar. Como decía en un artículo publicado en los diarios del Grupo Noticias Xabier Ezeizabarrena, abogado especializado en Derecho Ambiental y presidente de las Juntas Generales de Gipuzkoa, “esta acción nos demuestra lo poco que importan las fronteras políticas que rodean las interacciones del medio ambiente, pues éste desborda nuestros límites territoriales y nos recuerda la ineficacia de nuestras fórmulas de prevención sobre daños en la atmósfera, en el suelo, en las aguas o en los mares. La problemática no es nueva sin que hasta la fecha existan visos de solución a un problema que la crisis global tampoco ayuda a solucionar. Al contrario, seguimos sufriendo las consecuencias de propuestas como la de Fukushima, sin que el sistema internacional sea capaz de manifestar reacción alguna ante una situación de estas características.

Este modelo se suele justificar en las necesidades energéticas y económicas de cada Estado para justificar el incumplimiento de los compromisos internacionales, olvidando que la problemática nuclear sigue sin dar respuesta tecnológica a la imprescindible gestión de los residuos nucleares, incluso respecto de las aguas marinas empleadas en la refrigeración de los reactores nucleares”.

Recordando el lema publicitario del poderoso lobby nuclear internacional que decía que la energía nuclear es ilimitada, limpia, barata y segura, se ha demostrado que no lo es en absoluto. Ni es ilimitada, ya que el uranio se acaba; ni es segura, ya que se producen accidentes, como los ocurridos en Chernobil y Fukushima; ni es limpia, la contaminación radiactiva que producen permanecerá durante millones de años; y tampoco es barata, porque se olvidan de los costes de todas las fases del ciclo nuclear, de las subvenciones que recibe, de los gastos en seguridad, de tantos y tantos aspectos.

Experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente