El tiempo hace que se puedan comprender ciertos acontecimientos en perspectiva, incluso, observar en qué han acabado sus esperanzas. El caso de Túnez, sin duda, configura una parte importante de la historia de este siglo XXI. Nadie sabe todavía si esa ola popular que arrancó con tanta fuerza, cuando el joven Mohamed Buazizi se quemó a lo bonzo, un 17 de diciembre de 2010, es una mecha que es posible volver a encender o, más bien, fue una ilusión tan cegadora como efímera, cual estrella fugaz y extinta. La inmolación de Buazizi dio arranque a todo un movimiento de espontáneas protestas que acabaron por derribar la dictadura de Ben Ali, contagiando a otra serie de países musulmanes que se inspiraron en ella, para levantarse también contra la injusticia y el autoritarismo de sus gobiernos, Egipto, Libia, Siria, Yemen, etc., pero todas estas corrientes se fueron poco a poco estancando, acabando en guerras civiles o el regreso al punto de partida. Solo Túnez quedó como una isla al margen de los vaivenes que se fueron produciendo en otros lugares en los que las luces de la primavera árabe se fueron apagando.

Pero las revoluciones son más fáciles de provocar que de consolidar. Recordemos la revolución francesa, que tuvo lugar a finales del siglo XVIII y el absolutismo tardó en lograr ser desterrado de Europa. Aun así, en el siglo XX, tristemente, aparecieron los totalitarismos. Sin embargo, este proceso democratizador tunecino fue la apertura a un futuro bastante más prometedor del que tenían. Y, en su conjunto, la primavera árabe tuvo un efecto incluso más beneficioso que el fin de la Guerra Fría, hasta que acabó en nada. Y, ahora, Túnez sigue por una senda equívoca. Cierto es que la precipitada huida de Ben Alí trajo consigo la constitución de unas instituciones democráticas, pero debido a una falta de tradición liberal, la clase política no ha sabido gestionar la nueva realidad. Los nuevos partidos lo eran de nombre ya que, en algunos casos, eran los integrantes de las antiguas élites fieles de la dictadura, a los que habría que sumar partidos islamistas y algunos de carácter más liberal, pero ninguno sin experiencia política.

Así que poco a poco se fue produciendo un desencanto entre la población viendo como los problemas internos continuaban, hasta que en el 2019 apareció Kais Said, un desconocido profesor de Derecho Constitucional, de 65 años de edad, que sería elegido como presidente por una amplia mayoría (el 72% de los votos), auspiciado por su fama de incorruptible y de no haber tenido lazos con la dictadura. Tomó ciertas medidas que parecían encauzar la situación, reforzó el poder presidencial, pero, harto de la parálisis de los partidos, decidió, en una maniobra arriesgada, disolver el Parlamento el 25 de mayo de 2021. Desde entonces, gobierna por decreto. Y, aun así, todavía no ha perdido todo el crédito de la población que considera que es el único que, al parecer, tiene alguna idea de cómo encarar las graves cuestiones del país, frente a una oposición debilitada (integrada en el Frente de Salvación Nacional) y desconocida para la mayor parte de los tunecinos. Asimismo, el partido islamista Ennahada, que contaba con la mayor representación, ha visto como sus líderes eran encarcelados y acusados de “atentar contra el Estado”. Said se ha sabido granjear cierto favor populista al impulsar una política panarabista y nacionalista que cuenta, además, con la simpatía de la vecina Argelia.

Sin embargo, Sadi no deja de utilizar los aparatos coercitivos del Estado para controlar cualquier crítica, restringiendo, así, una parte de las libertades civiles, aunque su control no sea tan asfixiante como en Egipto. Pero los años de dictadura pesan demasiado en una sociedad que desconfía y mucho de los partidos. El ejemplo más evidente es que en la celebración de los últimos comicios electorales al Parlamento, que tuvieron lugar entre diciembre de 2022 y enero de 2023, el porcentaje de abstención alcanzó la escalofriante cifra del 90%. O lo que es lo mismo, solo uno de cada cien tunecinos con derecho a voto lo ejerció. En las del 2019, fue del 40%. Así que el panorama de este país, que se movilizó de una forma furibunda como una sola voz contra años de represión y dictadura, no es nada halagüeño. En breve, Sadi debe entablar conversaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI) para el rescate de la economía tunecina, pero este le exigirá para ello tomar medidas impopulares. Y, desde Occidente, son conscientes de que la alternativa, un posible vacío de poder, sería nefasto para el país y los países del entorno y de Europa, que vería que la avalancha de migrantes sería aún mayor.

El futuro se presenta, por lo tanto, de manera poco clara para Túnez. Parte de una base endeble, como es que no ha habido una tradición democrática anterior, en la que no siempre las fuerzas políticas entienden bien cuál es la misión que deben cumplir dentro del sistema parlamentario. En los países musulmanes, además, muchos partidos islamistas tienden hacia la teocracia, lo cual les enfrenta a los sectores laicos. En Argelia o Egipto, sin ir más lejos, el Ejército es el pilar esencial que impide que las corrientes integristas puedan alcanzar e imponer su modelo institucional, pero la alternativa es una autocracia gubernativa. Otros factores determinantes para la presta consolidación de una democracia son los liderazgos y la existencia de una sociedad civil organizada (sindicatos o movimientos cívicos) que exijan responsabilidad a la clase política. En realidad, los tunecinos no se sienten muy identificados con ella, las bajas tasas de participación electoral lo demuestran, se da una profunda desafección. Ahora bien, si en algo pueden servir de modelo los países europeos a este respecto es que las democracias son sistemas que tardan en arraigar, pero, una vez que lo hacen, permiten constituir sociedades libres, más justas y comprometidas con los derechos humanos. No son sistemas perfectos, pero merecen la pena. Los tunecinos deben comprender esto y hacer todo lo posible por revertir la situación.

Doctor en Historia Contemporánea