Menuda galería de los horrores nos retratan esta semana las noticias en torno a las candidaturas electorales. Tenemos detenidos por intentar comprar votos –presuntamente– y se pregunta uno cuántos no estarán en la trena precisamente por haberlo conseguido; hay listas contaminadas con narcotraficantes, con pandilleros, con exmilitantes de ETA, con un señor que atropella a otro y hasta con uno al que acusan de secuestrar a una rival. Todos son noticia. Habrá lo menos un centenar de nombres salpicados en estas noticias por circunstancias nada edificantes. Cómo será la cosa, que a Vox le ha dado pie a ofrecerse como único partido que garantiza que no habrá pucherazo en las urnas. Ellos, que tienen entre sus filas a quienes les sobran las cajas de metacrilato y lo que contienen. Antes de que perdamos del todo la perspectiva y nos dejemos llevar por los susurros estridentes de tanto apocalíptico, conviene dimensionar las cosas. No se trata de restar importancia a los incidentes que desprestigian a candidatos o cuestionan la limpieza del proceso. Basta con tener perspectiva de su realidad. Ese centenar de nombres señalados son solo una exigua parte de los cientos de miles que se ofrecen bajo diferentes siglas a ocupar una de los más de 67.000 plazas de concejales que se eligen en todo el Estado. Por pura estadística en semejante colectivo, del que van a salir muchos que ni siquiera van a cobrar un céntimo por su actividad pública, tienen que caber todas las tipologías sociales. Incluyendo al latin king del PSOE que renunció ayer en Valencia. Inflar el globo del escándalo no ayuda más a un proceso más limpio que ocultar sus vicios. Personalmente, desconfío del rasgar de esas vestiduras de los que toman la parte por el todo cuando, a poco que se rasque, se descubre que lo que buscan es tomarnos a todos por las partes. Voten a su alcalde o contra él pero no se dejen encerrar en casa por la vieja estrategia de desprestigiar al rival para que los suyos no salgan de casa. En casa no se crean las condiciones de una democracia.