Supongo que hace mucho tiempo entendíamos la prisa como esa necesidad que, por falta de tiempo, nos impulsaba a hacer algo con urgencia. Hoy, sin embargo, la prisa no está necesariamente conectada a no tener tiempo, sino que se ha convertido en una forma de vivir, una manera de estar en el mundo. Yo misma me doy cuenta de que voy corriendo por la calle, aunque no tenga prisa; llevo instalada la prisa como la llevan la mayoría de las personas que me rodean. No soy una excepción. Y esta prisa que ya no es prisa sino normalidad, se contagia a todos los ámbitos de nuestra vida, también al tiempo que le dedicamos a procesar las experiencias que vivimos. Así, creo que una de las consecuencias más peligrosas de esta prisa estructural y omnipresente es la prisa por tener una opinión. Nos incomoda muchísimo leer una noticia en el periódico y no tener una opinión de manera inmediata; conocemos a alguien y ya en poco tiempo queremos sacar una conclusión sobre él o sobre ella; ante cualquier actuación de alguien, anteponemos juzgarla a entenderla en profundidad. Tenemos prisa por llegar a las conclusiones cuanto antes. Nos olvidamos de que tener una opinión pasa por entender, y que entender, pasa por tener información, por prestar atención, por aprender, por ponerte en el lugar de la otra persona, por escuchar las distintas versiones… Y, claro, hacer todo esto no solo lleva tiempo, sino que, además, generalmente nos acerca a la complejidad de la situación, y, en consecuencia, nos aleja del pensamiento dicotómico de “blanco o negro”. El más cómodo. Y es que preferimos juzgar cuanto antes a entender poco a poco precisamente porque las certezas nos tranquilizan y las dudas nos incomodan. Queremos respuestas contundentes, responder sí o no sin mostrar ninguna duda, olvidándonos de que las opiniones se van construyendo con procesos de escucha y de aprendizaje, que necesitan su tiempo, además de una actitud abierta a escuchar opiniones diversas. Tenemos prisa, además de una importante sordera, y así nos va.