El desplegable de ofertas en torno a la comunicación interactiva facilita la proliferación de todo tipo de intimidades en el mundo del chateo, Instagram, Facebook y demás soportes personalizados... El tiempo de las revistas semanales de cotilleos más o menos pudorosos de los famosetes o de quienes pretenden serlo a cambio de dinero convive con otra manera más cutre de mostrar las interioridades personales. Incluso sin cobrar nada, por el mero placer de hacerse ver, de incrementar el número de seguidores buscando la sensación de notoriedad en las cuentas de las redes sociales.

El problema es que para mantener o incrementar dichos niveles es necesario aumentar la dosis de exposición de la intimidad, incluso con impudicia y transgresión de las mínimas normas de respeto hacia uno mismo y hacia quienes son diana de muchos de los comentarios, a veces distorsionados, en busca de una repercusión mediática mayor. No parece importar las consecuencias de airear todo tipo de sentimientos. Algunos, incluso, ni se detienen en la mentira y el escándalo, si con ello se logra mayor notoriedad.

Leo el titular de la entrevista a Aitor Gabilondo: “Curiosamente, lo más público que hay ahora es la intimidad”. El texto no amplia mucho más, pero me parece suficiente para ser noticia. Es una llamada de atención hacia la progresiva pérdida de valores que el diccionario define como decadencia, en la medida que supone la desconsideración de la intimidad propia y ajena en aras a una publicidad efímera. Esto es evidente en las principales franjas horarias de la tele, donde a uno le hacen sentirse parte de intimidades ajenas.

Curiosamente, no son las celebridades de verdad sino los famosetes fugaces quienes protagonizan la mayoría de episodios dando carrete a miles de usuarios “de a pie” que persiguen la sobreexposición del yo a niveles que alcanzan lo patológico, utilizando la vida privada de cualquiera por un interés malsano, que es lo que significa el morbo de verdad. Estamos ante una actitud malsana convertida en actividad adictiva capaz de mezclar las chorradas con los ataques a la intimidad de cualquiera para sobrevivir en el espacio virtual. Y todo ello en detrimento de la relación humana presencial, cuya pérdida requiere de otra reflexión completa.

Como afirma el filósofo Byung-Chul Han en su libro La sociedad transparente, antaño el teatro era un lugar para expresar y representar sentimientos objetivos. Pero hoy, el mundo ya no es ningún teatro, sino un mercado en el que se exponen las intimidades para su consumo y venta. Parece fácil afanarse en todo esto para apuntalar la propia identidad cuando es todo lo contrario: la intimidad es necesaria para forjar la identidad, que por algo los antropólogos recuerdan que los seres humanos tienen un deseo instintivo por proteger el espacio reservado a sí mismos.

Las redes sociales lo han cambiado todo y ahora resulta imposible “estar solo” en el espacio digital. Es algo que lo hemos interiorizado gracias a la habilidad de las empresas tecnológicas y sus rastreos en nuestro comportamiento digital hasta donde no imaginamos que pueden llegar. Su modelo de negocio pasa por facilitar el pandemónium de la sobreexposición personal y recopilar experiencias vividas a base de monitorizar los datos generados por la huella digital.

Nos hemos alejado de la introspección que supone escribir un diario para conocernos mejor y aprender de las experiencias que nos ayudan a madurar y crecer. La intimidad como derecho legal que sigue siendo, ha perdido vigencia social ante el empuje de la comunicación tecnológica. Es el entorno, al fin y al cabo, quien desempeña un papel fundamental en la protección y en la capacitación de las personas para que puedan gestionar su vida íntima.

Precisamente por la pujanza del entorno, a no pocas personas les cuesta asumir la gestión de la vida íntima. Es algo que, aunque parezca mentira, requiere de un proceso de aprendizaje personalizado que en muchos casos necesita apoyos. Esto sucede tanto en la infancia como en la edad adulta, donde no pocas personas precisan de ayuda para gestionar adecuadamente su vida íntima ante las amenazas, y no convertirse en un apestado social en determinados ambientes que interpretan la invasión de lo privado como un mal necesario. O peor aún, como un bien, da igual si la intimidad violada es la propia o la ajena.

En definitiva, la transparencia impúdica socializada a la que me estoy refiriendo es un grave problema para capacitarse en la verdadera educación. Y lo peor es que muchos adultos no son conscientes de ello.

Analista