Hay que admitir que nos cuesta desprendernos de aquello que nos da valor a ojos de los demás. Las fotos que nos hacemos para fardar de nuestra caña de pescar tienen más importancia que nuestra habilidad para pescar peces. Por eso hay que entender la dificultad tanto más grande de dar marcha atrás cuantas más fotos se han colgado de uno con su tesoro, como día Smeagol/Gollum. Así que no me extraña que la mala digestión de Podemos con la ley de solo sí es sí por los errores que contenía se haya tornado en úlcera por su reforma. Lo que sí debería tener límite es la persistencia en el error. Montero y Belarra no acaban de salir del bucle de sentirse desautorizadas si admiten que se equivocaron y que había que corregir errores de pura bisoñez que provocaron efectos indeseados y contrarios al espíritu incuestionable y, sobre todo, a la fanfarria prescindible con la que rodearon la ley de garantías de libertad sexual. Cuando el criterio de uno se evidencia hilvanado en la aplicación práctica, no puede seguir siendo el fiel de la balanza de lo justo y lo imprescindible. El relato construido después sobre si modificar el texto supondría deshacer el camino andado en favor del consentimiento de la víctima como eje de su protección ha tenido demasiado de ficción y de un tremendismo que no sirve para resolver el problema de fondo de una sociedad que sigue sin graduarse en igualdad y arrastra la laxitud de su rechazo a los usos y costumbres que frivolizan sobre el problema, cuando no lo niegan. Así que no basta una solución normativa para establecer y asentar el fiel de la balanza, aunque sea necesario. Por eso no es reconfortante ni pedagógico cómo se ha trasladado a la ciudadanía la triste sensación de que la estrategia política de preservar de desgaste el ombligo propio ha constituido una prioridad casi equivalente a la de garantizar el derecho de las personas a su libertad sexual e integridad personal. No basta con que no haya sido así si lo sigue pareciendo. Pasen página, lámanse las heridas y sean útiles.