Hay momentos de la Historia que encuentran a las generaciones contemporáneas mal preparadas para asumir los comportamientos exigidos por el torbellino de cambios que se ven desatados de pronto. Así, por ejemplo, el final de la Primera Guerra Mundial, que marca la conclusión de un largo ciclo de hegemonía británica sobre el Orden Mundial, quiso ser visto por los líderes de este país como una confirmación de que todavía mantenían el control sobre la situación. Los patéticos intentos de Gran Bretaña por restaurar el patrón oro, y las gravosas cargas impuestas a la Alemania derrotada, explican más que otros factores de índole económica la enorme depresión que se vivió en Europa durante los años 20, y también la nueva masacre que supuso la Segunda Guerra Mundial.

Potens: memento mori

Tras esta, se instauró un nuevo orden global, en el que las empresas manufactureras británicas fueron sustituidas por las grandes corporaciones integradas verticalmente procedentes de Estados Unidos: los Rockefeller (Standard Oil), Mellon (Alcoa), Carnegie (United Steel) o Ford, inauguraron una nueva era basada no solo en el comercio sino sobre todo en la inversión extranjera. La antigua orgullosa Europa, sede de las metrópolis de las potencias que lideraron el siglo XIX, fue el campo de experimentación de este nuevo Orden Mundial que tenía en la lucha contra el comunismo uno de sus pilares básicos. Europa occidental fue la principal receptora de la inversión extranjera norteamericana, y fue también el escenario donde se puso en marcha con mayor radicalidad el nuevo orden social llamado a contrarrestar los cantos de sirena de la igualdad y el poder obrero que proclamaba el socialismo realmente existente. El sistema de protección social, el llamado “Estado de bienestar”, es uno de los ejes de este nuevo orden social. En Estados Unidos, más alejado del peligro del contagio comunista, se profundizó en mayor medida en el otro eje: la sociedad de consumo, la incorporación masiva de los trabajadores al disfrute de bienes de consumo hasta entonces considerados de lujo, en particular los electrodomésticos y el automóvil, pero también las vacaciones pagadas y la posibilidad de ascenso social. Es por la necesidad de integrar y lograr el consentimiento de los asalariados, que se incorporó como uno de “valores” del nuevo orden la participación política de los trabajadores, limitada a eso sí al derecho a voto universal y al derecho a criticar a los responsables políticos sin verse amenazados con penas de cárcel por ello.

Inversión extranjera, sociedad de consumo, protección social, democracia representativa… el mundo parecía dividirse entre los países (pocos) que disfrutaban de estos “valores”, y el resto (muchos) que carecían de uno u otro, bien por la herencia dejada en sus colonias por el orden dominante en el siglo anterior, o bien porque, participando del orden social alternativo del comunismo, mantenían otra escala de valores diferente, menos atractiva para quienes disfrutaban de los valores que llamamos para simplificar “occidentales”.

Que ese disfrute se sustentase en la sobre-explotación de los recursos naturales mundiales y de la fuerza de trabajo de los países del sur global, excluida de tales beneficios, no importaba mientras no hubiera un cuestionamiento serio por parte de una potencia capaz de proponer un orden social atractivo, cosa que el socialismo realmente existente no era capaz de lograr.

Hoy estamos en una coyuntura parecida a la que se produjo a principios del siglo XX. La derrota de Estados Unidos en la guerra de Vietnam alimentó los temores de la clase dirigente mundial, básicamente las élites corporativas norteamericanas, que se manifestaban en los años 80 y 90 con una cierta histeria ante el “desafío” japonés, o alemán, y no terminaban de darse cuenta que estos países hoy integrados en el orden occidental no tenían ni el proyecto ni los recursos culturales, ni humanos, ni políticos para liderar una alternativa. De hecho su integración en el mundo occidental siempre ha sido subordinada.

En los últimos 40 años, más de la mitad de la inversión extranjera estadounidense (95 billones de dólares desde 1982) ha ido a Europa. Y también más de la mitad de la inversión procedente del resto del mundo (66 billones de dólares) proviene de Europa. La lista de principales inversores la encabeza Gran Bretaña seguida de Japón, Holanda Canadá, Alemania, Francia, Luxemburgo y Suiza, países que acumulan entre el 7 y el 16% de la inversión total directa en Estados Unidos. En cuanto a China solo ha recibido el 1,5 por ciento de la inversión realizada en el exterior por las empresas norteamericanas y solo representa el 0,5 de las inversiones del resto del mundo en Estados Unidos. La histeria desatada de nuevo contra la compra del patrimonio industrial estadounidense esa vez por parte de los chinos tiene el mismo viso de realidad de la que en la que los años 90 involucraba a los japoneses.

Es evidente que el orden occidental, es decir el sistema global bajo hegemonía de Estados Unidos, está en una crisis profunda que responde al desafío que viene sobre todo desde China. Pero lo que las élites occidentales, tanto las dominantes como las subordinadas, no entienden, es que lo que China propone no es la sustitución de un orden mundial liderado por un país europeo por otro orden liderado por otro país europeo o por un país formado sobre todo por antiguos colonos europeos. Hoy el elemento central de la propuesta China, y que es lo que la hace tan atractiva en el “resto del mundo”, es decir en África, Asia y América latina, es que se propone un orden compartido en el que el bienestar de unos no se haga a costa del malestar de otros.

Está por ver si ese nuevo orden mundial llega a ver la luz, en cuyo caso sería un avance indudable para las condiciones de vida de la mayor parte de la humanidad. Pero es la mera posibilidad de que se pueda estructurar hoy lo que está detrás de la dificultad que tiene el discurso occidental sobre la guerra de Ucrania para penetrar en las sociedades de la periferia. Y no es porque la guerra de Ucrania sea un escenario donde, como ocurrió con las guerras napoleónicas en su momento o con la Segunda Guerra mundial en el suyo, se esté librando la disputa por el liderazgo mundial. A pesar de las ilusiones que se fabrican a sí mismos los dirigentes de Rusia esta guerra es en todo caso expresión del agotamiento del orden mundial en declive y al igual que ocurrió con la gran guerra europea, nadie saldrá realmente vencedor de esta.

No sabemos si las posibilidades del nuevo orden alternativo pasarán por la geopolítica militar, tal como ha sido hasta ahora la experiencia histórica. O si más bien, como apuntan los indicios más relevantes la geoeconomía hoy va a sustituir al predominio de la geopolítica en la transición al nuevo mundo. Estados Unidos hoy está haciendo esfuerzos por reforzar su intervención geopolítica alrededor de China; los países más avanzados de Asia integrados en el bando beneficiario del actual Orden Mundial están siendo presionados para coordinarse en contra de los intereses de China. Pero no parece que a medio plazo esta estrategia vaya a llegar a buen puerto: hoy China es el principal socio comercial de Corea del Sur, Japón, Taiwán, Singapur y Australia. En 2021 estos cinco “socios privilegiados” de Estados Unidos le vendieron a China mercancías por valor de 837 mil millones de dólares, el 31% de sus exportaciones totales, mientras el mercado del país norteamericano apenas absorbió el 13%, 359 mil millones de dólares y la Unión Europea 213 mil millones de dólares (8%) de productos procedentes de estos cinco focos “occidentales” de la región del Asia-Pacífico. Dime a quién le vendes y te diré a quién quieres. Y contra el cariño, poco valen las lealtades del pasado.

Profesor titular de Economía Política en UPV/EHU