Llevamos una temporada, ya demasiado larga, comentando, leyendo y escuchando calamidades sobrevenidas que irremisiblemente van a desgraciarnos la vida. La nuestra y la de nuestra descendencia. Por supuesto, doy por cierto que llevamos décadas, siglos, cargándonos el planeta, que es un hecho lo del calentamiento global y que sin apenas darnos cuenta nos hemos acostumbrado a respirar mierda. Doy también por innegable que a dos horas de avión hay una guerra en Europa, sin que ello me haga olvidar que a lo largo y ancho del mundo se guerrea sin cuartel, a tiro limpio, aunque no lo pongan en la tele. Pues bueno, pues ya nos vamos acostumbrando. A fin de cuentas, las bombas revientan lejos.
Menos aparatoso pero más perturbador creo que es comprobar en carne propia –o ajena pero próxima– y en la vida cotidiana lo de los precios desbocados de los alimentos básicos, las huelgas que no cesan, el aumento de los intereses bancarios, el atraco de la energía, o la locura del coste de la vivienda y los alquileres. Todo ello cierto y no me cabe duda de que buena parte de nuestro entorno social está resultando afectada por esa sucesión ininterrumpida de infortunios que, por acotar, comenzaría en la crisis de 2008, la pandemia, los derivados de la invasión de Ucrania y, para que no nos falte de nada, la nueva crisis bancaria que ha vuelto a revolver las tripas y brotar el sarpullido a modestos inversores.
Quiero destacar, con bochorno y cierto sentido de responsabilidad, la contribución que los medios de comunicación aportan al acojono general resaltando en titulares y tertulias la que se nos ha venido o se nos va a venir encima. Hay que informar, decimos, y no se escatiman hipérboles, advertencias de mal agüero sobre la que está cayendo y va a caer.
Pero en esta ocasión tengo la necesidad de contar a quien tiene la paciencia de leerme que últimamente estoy escuchando con reiteración las dificultades casi insuperables para reservar mesa en restaurantes de cualquier categoría, con estrellas o sin ellas, dificultad que en temporada resulta desesperante en las sidrerías a cuyas mesas solo se accede en lista de espera, como si de una cirugía se tratase. En contradicción al escenario apocalíptico en el que dicen que estamos, contemplo el río de personal desparramado por las calles más comerciales de nuestras ciudades, las terrazas llenas, los atascos circulatorios de fin de semana y las solicitudes de viaje para la ya próxima Semana Santa.
Reconozco que no es la primera vez que expreso mi perplejidad por esta incoherencia entre lo que dicen que está pasando y lo que está pasando. Y pienso que mientras hay gente a la que sin duda le ha sacudido de pleno el apocalipsis, otra gente –quizá mayoritaria– ha decidido soltarse la melena y prescindir de lo que haga falta menos del ocio. Es posible que esta sociedad nuestra se las apañe para ocultar las miserias, o que preferimos no verlas, pero reconozco que no me cuadra la desastrosa realidad que nos cuentan y la lúdica realidad de disfrutar porque se puede, aunque no precisamente de vivir la vida loca, como si no fuera para tanto. ¿O sí lo es?