Muchas personas de mi generación, cuando teníamos veinte años y algunos más, estábamos hiperideologizados y formábamos parte de organizaciones políticas minoritarias, simpáticas y atrevidas, pero sin votos. Recuerdo de esa época nuestro afán por obtener conocimientos, nuestra dedicación a lo que creíamos el deber sagrado de la entrega a los demás, pero también recuerdo nuestra facilidad para marcar distancias entre las izquierdas, con no poco sectarismo y un mucho de arrogancia.

GKS o mucha luz ciega

Es un hecho que la historia nos pasó por encima, pues no supimos leer la realidad tal y como era, sustituida por un diagnóstico ideologizado que en ese momento nos era conveniente, más bien funcional, para seguir sobreviviendo. Nunca me he arrepentido de aquellas andanzas utópicas, pacíficas, clandestinas primero y fracasadas electoralmente después. No me gusta por consiguiente hacer lecturas idealizadas de nuestro pasado, pero tampoco de falta de respeto a una juventud que lo dio todo, aunque fuera destronada.

En estos días en que llegan noticias de movimientos juveniles confrontados, siento envidia sana por lo que significa vivir la edad de ese activismo, a la vez que preocupación por la dialéctica confrontativa que preside la lucha por la hegemonía en los espacios juveniles. Preocupación, que no es la resultante de un paternalismo que rechazo. Si bien, pienso que tanta energía gastada podría ser utilizada en la reflexión, el debate, y la divulgación de los ideales y de aquello en que se cree. Una energía para luchar contra de ese espíritu conservador que nos invita una y otra vez a formar parte del pensamiento único. Dar la batalla de las ideas es buena opción.

He observado que hay voces que exageran los hechos para terminar proyectando la idea de nuevas versiones de kale borroka. La demonización es el método preferido de los autoritarios. Pero antes o después, el ruido del desencuentro será dominado por el diálogo, el intercambio y el entendimiento. Eso espero.

En todo caso, hará bien la juventud que reivindica su participación política en alejarse de fórmulas que aplicamos en el pasado y que no merecen ser rescatadas. Recuerdo que nosotros íbamos cargados con una mochila repleta de ideología y utopías, y no supimos ver que la acción política debe construirse de manera autónoma desde la realidad con sus datos. Tratar de llevar a la práctica lo que pensamos es loable, pero es una virtud que extremada se convierte en error. Creer que podemos trasladar literalmente a la realidad social y política lo que pertenece al campo de las ideas es peligroso. Nos dividíamos por un concepto, unas palabras, una interpretación de unos hechos; era algo normal y a la vez una enfermedad infantil que diría Pepe Mujica. Recuerdo con simpatía a un amigo mío que fue requerido por una organización internacional para mediar en una división interna entre dos facciones: al terminar la gestión mi amigo respondió a la pregunta ¿qué tal te fue? Con esta pesimista respuesta: “Mal, ahora las facciones son tres”.

En algunos partidos políticos se practicaba aquello de ser diferentes a todos los demás, como algo bueno, cuando en realidad era una señal de sectarismo y autoaislamiento. ¿Por qué será que las izquierdas gestionan mal la relación entre ideología y política?

Si viviera otra vez aquel tiempo, abogaría por un frente amplio de la juventud vasca. De la juventud vasca de hoy, de la que se mueve en las calles y de la que todavía no lo ha hecho, surgirá una generación que ocupará los mandos de las instituciones, porque son semilla, promesa y a la vez realidad.

Lo cierto es que nuestro relato de entonces, de los años setenta, era 90% ideología. Ahora el 90% es la política. Eso si política de la mala, con dirigentes mediocres que nutren sus discursos y controversias de la lectura de los periódicos que marcan la agenda.

Me llama la atención, para decirlo claramente, que organizaciones juveniles quieran que un relato de finales del siglo XIX prenda con éxito en la sociedad de 2023. Es un ejercicio de nostalgia, casi de melancolía. Esto que digo no quita importancia al esfuerzo de una parte de esta juventud comprometida por recuperar viejos conceptos y viejas palabras, sin demonizarlas. Y es que, se tenga simpatía o antipatía por la palabra comunismo, por ejemplo, cabe poner las cosas en su sitio. Comunismo viene del común, de comunidad de bienes. La idea en sí misma es respetable. Otra cosa es que haya estado bajo el control de un régimen opresor y de terror como era el de la Unión Soviética, un capitalismo de Estado.

El pensamiento colectivo es muy poderoso. Para lograrlo se debe partir de la premisa de la pluralidad que es el estado natural de la juventud. Las y los jóvenes pueden levantar una nueva identidad de simbiosis entre ética y política. Ojalá.

Una de las manifestaciones más positivas de los movimientos juveniles vascos tuvo lugar en julio de 2022 en Durango. La reunión de más de dos mil jóvenes en el Topagune Sozialista para pensar y debatir “la actualidad del comunismo”, demuestra que entre la juventud hay muchas células vivas que se posicionan frente a la crisis de identidad, crisis de ideas y crisis de orientación, con una actitud de lucha por cambiar la realidad con nuevas energías militantes. Nuevas energías que, sin embargo, defraudan cuando echan mano de herramientas viejas, obsoletas, del siglo XIX. Y en esta contradicción está el problema, a mi juicio. El Topagune Sozialista desveló el intento de trazar rutas nuevas, siempre respetables, pero situadas fuera de la realidad social. Rutas nuevas con herramientas viejas no funciona.

El primer gran problema del marxismo más extendido era y es el erigirse en una ideología acusadamente predictiva. En ello encontramos efectos estimulantes en la conciencia popular, pero también su punto más débil: el incumplimiento de sus predicciones da como resultado una falsa promesa y la caída de una ilusión a la que sustituye la decepción. De hecho, Marx bebe de las fuentes filosóficas de Hegel y Kant que creían en una idea de progreso inevitable. Las victorias previstas por el socialismo marxista se apoyaban en una lectura mecánica de la historia. El feudalismo sustituyó al esclavismo, el capitalismo al feudalismo, y el socialismo al capitalismo. Para el marxismo la historia es dialéctica. Todo está previsto. Pero las expectativas entraron en declive en la primera parte del siglo XX y concluyeron al final de ese mismo siglo. La historia se empeñó en contradecir a las anunciadas victorias, y el proletariado como fuerza necesariamente revolucionaria resultó ser un deseo y no una realidad. La izquierda empezó a fallar. El marxismo fue utilizado y manipulado por la URSS y los países “del telón de acero” y desde entonces paga un tributo en forma de estigmatización y merecido desprestigio.

Estudiar el marxismo como se estudian otras ideologías está muy bien. Sin más. Pero pretender extraer del pensamiento de Marx y Engels los secretos metodológicos para hacer otro mundo posible e inédito, con seguridad es un error. Y querer hacer del marxismo una bandera de emancipación, es una equivocación a la que se le ve las costuras cuando pretende ser una ciencia infalible, dogmática, con respuestas para todo, incluso a problemas de los que sólo sabemos el enunciado. Ahora bien, está fenomenal profundizar en problemas en los que se ha profundizado poco, y alimentar el imaginario colectivo y su capacidad de concebir una sociedad globalmente diferente.

Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo