Yo tenía una granja en África al pie de los montes de Ngong… Parte de los recuerdos queridos de Karen Blixen se quedaron allí. Podía empezar igual: Tuve una casa en Portugalete… Era tan bonita que, en mi cabeza, nunca entró la posibilidad de marcharme de allí. La vida cambia los deseos y, ahora, estoy en un pequeño apartamento de alquiler muy agradable, con una terraza que, si me asomo, veo a lo lejos un trocito de mar y barcos. En la casa de Portugalete todo era cielo, mar y moqueta roja.

Han pasado tres años tranquilos. No tengo moqueta roja. La tarima es de madera y encima hay dos alfombras grises. Normalidad. De mi casa antigua tengo la mesa de escritorio, el ordenador, la silla, un sofá blanco y un cuadro.

He aprendido a desprenderme de todo con una cierta conformidad. Miento sin saber que miento. Me gustaría recuperar muchos libros tirados al contenedor, lámparas que no volverán a tener bombillas. Copas, cucharas y fuentes. Objetos que ahora se ahogarían en el espacio pequeño de mi nueva casa. Los añoro y guardo silencio. Estoy en un momento de serenidad blanco. Sé que dentro del blanco están todos los colores, ahora no los veo. Sin dar permiso a mi cabeza, los colores giran y se hacen visibles ante mí. El gris no está nunca en el arco iris. Mi blanco sigue girando y al fin se para en el tono más bonito: el rojo. De pronto, sin pensamientos antiguos, como una bruma, vuelve al presente la moqueta roja. Necesito recuperar el rojo para conseguir serenidad. Siento que me he traicionado a mí misma y un pensador –creo que griego– decía: No puede haber virtud en la traición.

La moqueta roja grita en un silencio que me estrangula. Quiero volver al rojo. Tengo el síndrome de la moqueta roja. Lo acepto, es el síndrome de recuperar mis colores. No sé el tiempo que me queda por vivir, quiero pisar en el color rojo. Si es un síndrome, los síndromes se curan cuando se logra lo que se desea.

He vivido estos años feliz con dos alfombras grises y, en ningún momento, he pensado en la posibilidad de cambiar. Además –tengo que recordármelo–, los cambios bruscos no me gustan. Debe ser otro sino. Hasta me asustan los políticos que continuamente cambian de chaqueta, la adaptan a su cuerpo y se olvidan de la chaqueta anterior. No quiero ser chaquetera.

Estoy enferma. Necesito pensar en otra cosa. La moqueta roja empieza a producirme sarpullido porque es un síndrome. Un estado anormal. Pienso y vuelvo a pensar en una solución sencilla. No la hay.

Pongo mi pensamiento en blanco. Dificilísimo. Lo intento con todas mis fuerzas, pero el blanco es la unidad de todos los colores. Empieza a girar, como una ruleta de casino y la bolita, mi segundo de instante se queda fija en el rojo.

Ignoro lo que dura un síndrome, pero me preocupa la fijación de mi pensamiento. Quizás tenga fiebre, o quizás el calor, ha entrado para quedarse en mi casa, como un sol rojo, rojísimo.

Es invierno, el calendario está rojo de frío. Parece normal tener estos síntomas de demencia en el mes de febrero. No quiero pastillas de olvido, porque el recuerdo de las alfombras rojas me hace sonreír sola, como si me estuviera comiendo una trufa de exquisito chocolate con placer.

Han pasado tres meses desde que empecé a escribir este artículo. La tierra está loca. En Siria y en Turquía, miles de muertos. Continúa la guerra en Ucrania, más muertos. En nuestro país sigue la polémica del sí es sí. Igual, cuando se publique este artículo, ya se han puesto de acuerdo. Es una vulgaridad, ante tanto dolor, decir que he conseguido lo que quería. He comprado alfombras rojas. Se fue el síndrome y, ahora, me envuelve la dulce sensación de siempre. Después de cincuenta años pisando el rojo, no me podía acostumbrar al gris.

He dejado de soñar con los colores, porque al fin mi vida ha recuperado el color.

* Periodista y escritora