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Boutade visual

Los franceses acuñaron el término “boutade” para bautizar las opiniones irónicas, extravagantes, ingeniosas pensadas para provocar al personal. No hay un término en castellano que sea equivalente a esta voz francesa. “Humorada”, “salida de tono”, “bobada”… no hacen justicia a la tan precisa acepción gala. Así, cuando importamos la palabra “boutade” para utilizarla en nuestro día a día, solemos errar, pues la castellanizamos no sólo fonéticamente sino también en su propio sentido. Nos dejamos arrastrar por la inercia de nuestra humorística tradición desbordante de chistes, bromas y bufonadas. Pero la boutade va mucho más allá. No es frívola. Siempre ha provenido de mentes cultivadas.

Oscar Wilde, era un experto en el arte de la boutade. Chesterson, también. O Unamuno. De sus bocas salieron frases como: “Se empieza asesinando y se acaba por cometer faltas de ortografía”; “El periodismo consiste esencialmente en decir ‘lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que lord Jones estaba vivo”; o “Nunca he podido pasar con eso de que el Quijote sea intraducible; y aún hay más: y es que llego a creer que hasta gana traducido.”

Una boutade, por lo tanto, se propina –utilizando el habla o la escritura– como una certera bofetada que nos espabila.

Pero también desde otros medios se ha usado ésta ácida práctica. Recordemos hace más de un siglo al artista Marcel Duchamp comprando un urinario, dándole la vuelta, titulándolo Fuente y enviándolo a una muestra de arte. Las bases para participar en dicha exposición establecían que todas las obras recibidas serían expuestas previo pago de seis dólares. Pero Fuente fue rechazada. Hasta aquí, todo quedó en una gran boutade. Después vino el escándalo y la obra realizada fue defendida a capa y espada por su autor como arte. Nacía con ello un nuevo concepto: el “ready made”. De lo que se trataba era de enseñarnos a contemplar lo que nos rodea como si lo viésemos por primera vez. Y así un urinario, dejaba de ser un mingitorio para convertirse, por arte de magia, en otra cosa.

Es el caso de la exposición que estos días podemos contemplar en la céntrica cafetería Wharhol, casi en frente del museo Artium: Las sombras de la memoria. Una muestra en la que las obras son los propios hilos de pita y ganchos utilizados en anteriores exposiciones para colocar en las paredes del local dibujos, pinturas, fotografías… Eso sí, cada “escultura” viene acompañada de su correspondiente título. La sorpresiva instalación ha sido realizada por un grupo de artistas, el colectivo Kultur Buru.

Las sombras de la memoria es una boutade visual pero sujeta a la propia interpretación y posterior reflexión del espectador que se topa con una inusitada exposición sin obras. O con obras que son los propios soportes utilizados para colocar unas, ahora, inexistentes obras. Una obras que ya no están, que se han ido. Una arte que está ausente –quizá porque ya nadie lo valora– pero que permanece presente en nuestra memoria.