Érase que se era un balneario donde los liderazgos mundiales, junto a sus equipos de concienzudos asesores medioambientales y comunicacionales, además de algún que otro personaje y organización de buena fe, se juntaban para hablar de lo mal que estaba el clima en el planeta y, por extensión, del peligro para la Vida con mayúsculas.
El balneario se enclavaba en un país, Egipto, que después de una larga dictadura, había tenido una medio primavera que acabó, de forma rápida y brusca, en un nuevo invierno político y social. Pero esto a los liderazgos mundiales no les parecía relevante y por un poco de brutal represión no se iba a empañar una cumbre por el clima, que se celebraba a orillas de un mar que, aunque se llamaba Rojo, tenía aguas azules y cristalinas. Mejor extender, una vez más, un tupido velo, que no podría ocultar las miserias del régimen pero que le daría un nuevo tono verde y así parecería más democrático y preocupado por el bienestar, sino de su población, sí por la del resto del planeta.
El balneario tenía de todo. Estaba en el puro desierto, pero contaba con 200 hoteles, 12 lagunas, el mar transparente y todas las comodidades que se requerían para poder tomar decisiones profundas. Tenía también toda el agua que se podía necesitar en un evento de estas características con miles de personas, aunque el mismo se celebraba en el país que acababa de declarar como una realidad la pobreza hídrica para la gran mayoría de sus más de 104 millones de habitantes. También parecía un poco contradictorio que, reuniéndose en el desierto para solucionar los problemas climáticos del mundo, allí llegaran los líderes y acompañantes en decenas de jets privados con lo que eso suponía de contaminación y uso descontrolado de combustibles fósiles. Pero eso no era sino un precio más que el planeta debía de pagar para que los líderes abordaran en condiciones los problemas.
Era, eso sí, un lugar un poco caluroso, asfixiante por momentos, pero afortunadamente, los aires acondicionados funcionaban a la perfección y a pleno rendimiento. Así, fresquitos, los líderes del mundo podían hablar mejor sobre la carrera imparable que tenía la subida de la temperatura en el planeta. Y si a pesar de todo el calor apretaba, siempre podían tomar una o varias coca-colas, combinadas con o sin alcohol, para refrescar aún más los cuerpos y las mentes. Esta COP27 estaba, entre otras muchas, esponsorizada en primer término por esta gran empresa, lo que permitía disponer sin medida de su refresco en todos los espacios del balneario.
Alguien dijo algo sobre que precisamente esta transnacional igual no estaba muy preocupada por la crisis climática cuando era de las mayores empresas consumidoras de plástico y agua del mundo y, por lo tanto, con una más que importante responsabilidad en la generación de la crisis. Pero esto solo se escuchó en algún pasillo, en boca de algún activista radical y con escasa comprensión de las vicisitudes y sinergias políticas y económicas que hay que tener en cuenta en el mundo para su continuo desarrollo y el crecimiento perpetuo de la economía. Además, esas críticas tuvieron poco eco dado que, rápidamente, la campaña comunicacional de Coca-Cola supo ocultarlas y a los líderes mundiales tampoco les preocupó en exceso mientras seguían tomando refrescantes combinados entre negociación y negociación. Al fin y al cabo, si se ponían exquisitos iban a tener que expulsar de la cumbre a varias decenas de grandes empresas energéticas, armamentistas, financieras, etc. que allí estaban, decían, preocupadas por el estado del mundo, aunque en realidad tenía más que ver con evitar que se tomaran decisiones perjudiciales para sus intereses económicos; empresas que, por esto último, esponsorizaban y asesoraban mesas, debates, plenarios y negociaciones, además de algún que otro inconfesable favor a las dirigencias mundiales.
Por otra parte, había que ser realistas. Las expectativas para la resolución de los problemas que la crisis climática ya estaba planteando en el mundo eran pequeñas, por no decir totalmente inexistentes. Los medios de comunicación masiva se habían encargado en los días previos de dejar claro que los resultados de esta cumbre serían mínimos. Nada nuevo, pues en los últimos cincuenta años se habían celebrado muchas otras cumbres, incluso con mayores expectativas, pero con escasas consecuencias prácticas. Al fin y al cabo, el mundo desarrollado y rico lo había sido a costa de sus propios territorios, hoy en su mayor medida devastados de recursos naturales, y de aquellos otros que siempre calificaron despectivamente como el mundo subdesarrollado. Y el primero no estaba ahora dispuesto a dejar de serlo; si acaso se abría a discutir alguna pequeña y condicionada donación (qué generosidad) para aquellos países y pequeños estados que ya vivían la crisis en presente sin saber si tendrían futuro como tales. En el resto de la reunión se limitarían a eludir culpas y arrojar estas sobre terceros.
Argumentaban también que no querían pero que se veían obligados a ralentizar las medidas de cambio (de maquillaje decían algunos) por la guerra que ellos mismos alimentaban en la vieja Europa. Enfrentamiento bélico que, por cierto, no reflejaba sino una carrera alocada de la estupidez guerrera en detrimento de la diplomacia y el diálogo que siempre habían dicho deberían presidir cualquier conflicto en el mundo. Con esa excusa ponían sobre la mesa incluso reactivaciones de industrias altamente contaminantes, desaceleración de la urgente descarbonización o declaraban que con una mano de pintura verde la energía nuclear y el gas perdían toda condición dañina para el planeta. Las buenas gentes del mundo, es decir, quienes eran las grandes mayorías encontraban sospechoso el hecho de que con una mano de pintura se pudieran solucionar problemas y consecuencias que ya se sentían en el día a día y que se arrastraban desde hacía varias décadas.
Todo esto que aquí se relata, y mucho más, podría parecer un cuento para una noche de verano. Al fin y al cabo, esos liderazgos mundiales así se empeñaban en tratar a las grandes mayorías, como niños y niñas a las que se podía contar un cuento y que se dormirían plácidamente sin molestar. Mientras, ellas, la gente importante e inteligente que hasta ahora no había hecho sino agravar el problema, seguiría disfrutando de un buen combinado con coca-cola, del aire acondicionado y de un refrescante baño en las aguas cristalinas de Sharm el-Sheij mientras el mundo seguía avanzando por ese camino maldito que ponía la Vida de todos y todas en Juego. Sin embargo, los niños y niñas de este cuento ya despertaban, se daban cuenta de las mentiras y engañosas pasividades y empezaban a tomar decisiones. Tomaron las riendas de su destino, hicieron que el cuento (o pesadilla) que les contaban se convirtiera en historia real y la enfrentaron y todo empezó a cambiar, ahora verdaderamente para bien de ellos, de ellas, para el planeta, en suma, para la Vida.
* Mugarik Gabe y Observatorio de Derechos en América Latina (ODAL)