Os voy a confesar algo: me gusta que la gente lea mis columnas. Y escuchar su opinión al respecto. Suelo agradecer un feedback sobre lo que cada jueves escribo en este espacio y si de paso cae algún like, mejor que mejor. Sí, evidentemente, me reconforta que me digan que están de acuerdo con lo que expongo o, sencillamente, que me feliciten por la forma en la que está redactado. A nadie le amarga un dulce y quien diga lo contrario miente. Al igual que me gusta ser reconocido cuando juego un buen partido con el Alipendi, que es menos a menudo de lo debido pero con más frecuencia de lo que dicen algunos. No hacemos las cosas por los demás, aunque lo que piensen de nosotros nos influye.
Si bien es cierto que hay algo que valoro mucho más que las alabanzas y es la sinceridad de aquellas personas que se atreven a decirme que no les ha gustado o, simplemente, que podría hacerlo mejor. Evidentemente, me refiero a las críticas constructivas y basadas en una confianza que, con comentarios de este tipo, no puede más que crecer. Porque decir lo bueno es fácil, pero lo realmente valioso es ser capaz de mirar a los ojos a alguien y espetarle un directo “esperaba más de ti”. Si tiene más valor es precisamente porque no estamos acostumbrados a rodearnos de gente que nos diga las cosas como son, sobre todo, cuando no son como nos gustaría que fueran. Y debemos darnos cuenta de que estas, y no otras, son las personas que realmente nos aprecian y que disfrutan cuando las cosas nos van bien.
Y es bueno escuchar, hacer caso a lo que digan los demás, que nos importe lo que piensen de nosotros o, simplemente, que queramos agradar. Pero lo que hacemos no puede depender exclusivamente del juicio ajeno. Debemos esforzarnos en hacer las cosas como es debido por propia satisfacción, por orgullo o, simplemente, porque es lo mejor. Pero en política, además, las cosas deben hacerse bien porque de lo que se hace depende la vida de mucha gente y eso vale más que cualquier like en Facebook.