No es políticamente correcto, y menos aún psicológicamente correcto, alarmar con la posibilidad de un próximo conflicto nuclear, pero tal como se está poniendo el patio, tampoco es cosa de esconder la cabeza como el avestruz. Supongo que desde la Guerra Fría la disuasión nuclear ha sido argumento manejado por las grandes potencias para su propio interés, pero al margen de estrategias políticas, es necesario constatar el temor difuso que esa posibilidad lleva afectando a toda la población mundial. No creo que haya ninguna persona en el mundo civilizado a la que no se le haya pasado por la cabeza qué ocurriría en el caso de un conflicto nuclear.

También es cierto que, si se hiciera una consulta universal, aunque fuera más por deseo que por convicción, la opinión mayoritaria se inclinaría por negar esa posibilidad suponiendo un resto de cordura en los gobernantes. Morir matando es un principio anacrónico que no parece adecuarse al sentido común en nuestro tiempo.

La invasión rusa de Ucrania, sin embargo, ha vuelto a activar esa incertidumbre sociológica que en el fondo estimula el temor a la catástrofe mundial. La guerra y las declaraciones provocadoras de quien la inició han devuelto a las conversaciones familiares y a las tertulias de bar el temor a que alguien apriete el botón rojo y no tengamos dónde protegernos.

Ha vuelto el miedo, claro que ha vuelto, aunque procuremos evitar el tema sobre quién, cómo y dónde provocaría el apocalipsis; qué sería de nuestra civilización, cómo quedaría el mundo para nuestros descendientes...

Aunque intentemos no creer en ello, estremece escuchar a un líder iluminado y quizá acorralado como Vladímir Putin advirtiendo de que Rusia ha activado las fuerzas de “disuasión nuclear”, eufemismo amenazador heredado de la guerra fría, y añadiendo además que no se trata de un farol. Esta amenaza crea aún mayor sobresalto e incertidumbre, cuando se sabe que anda por ahí un submarino ruso armado de un misil nuclear cuya capacidad de destrucción parece ser descomunal.

Putin sabe de sobra que un ataque nuclear provocaría para él mismo, para Rusia, un daño inasumible, y este es el único argumento que puede calmar nuestro desasosiego.

Confiamos en que ninguna de las partes iniciaría una ofensiva nuclear por miedo a las consecuencias; y los alardes, la chulería, la provocación, los amagos desafiantes, no pasan de ser una demostración de que lo de “si vis pacem, para bellum” (si quieres la paz, prepara la guerra) es un principio inquietante y peligroso, pero sabio.

Es buena recomendación mantener el optimismo sobre el riesgo de un enfrentamiento bélico nuclear, porque de alguna manera alivia tensiones y aleja la amargura de pensar en una destrucción apocalíptica del mundo que conocemos. Pero no podemos evitar la incertidumbre, esa difusa desazón de saber que andan sueltos personajes como Putin, Kim Yong-Un, Biden –o si me apuran, Trump–, o el ayatolá de turno, que pueden pulsar el botón si se les cruza un cable.

Desde lo de Hiroshima, la verdad, somos ya cinco generaciones las que vivimos sin poder quitarnos de la cabeza ni del más íntimo rincón del alma que nuestro mundo está en peligro de un conflicto nuclear. No es saludable convivir con tal incertidumbre y por ello estamos acostumbrados a quitarnos esa sombra de la cabeza, pero la realidad es que de vez en cuando quienes tienen el poder de dejarnos vivir en paz se empeñan en provocarse entre ellos y llevarse al límite. Y eso da miedo.