Cada año en la primera semana de octubre se presentan en Suecia los premios Nobel, que reconocen en varias áreas de la investigación científica a personas que han demostrado especial talento y han avanzado el conocimiento con saltos significativos. Desde hace más de un siglo se ha premiado así a muchísimos hombres y sospechosamente poquísimas mujeres. Este año se ha seguido esa injusta costumbre, dejando para los premios científicos de medicina, física y química a una sola mujer entre los siete premiados. Lo terrible es que, aún siendo tan flagrante, incluso así se sube la media, porque tradicionalmente la ciencia se tomó como algo que hacen señores (caucásicos principalmente y que trabajan en instituciones del primer mundo casi siempre). La ciencia es una labor tan humana que lleva consigo los mismos sesgos de las sociedades opulentas y por eso solamente en los últimos años se ha empezado a señalar que la misoginia, el racismo y otras fobias estaban convirtiéndola en algo poco ejemplar. Una paradoja en la que una sociedad que camina hacia la igualdad y que confía en que la ciencia, llegado el caso, nos salve de todo mal transige con este injusto ejemplo de discriminación y monolitismo.

Desde hace años, sin embargo, la complejidad de la ciencia ha primado que los equipos variados y diversos sean más eficientes en su producción y hasta más reconocidos. Las colaboraciones internacionales, los centros en los que hay paridad en género y abiertos a la inclusión, son esos lugares donde se hace ciencia de más calidad. ¿Nos podemos permitir seguir dejando que el reconocimiento, como el del Nobel, siga en contra de los hechos científicos e históricos? Por cierto, este año, dos de los premiados se reconocen como LGTBI y trabajan por la inclusión y por romper brechas. Igual podemos cambiar hasta lo más casposo. Ojalá.