Cinco años separan la efervescencia y sobreexcitación independentista que se vivía en Catalunya la víspera de un 1-O que se sentía como un hecho histórico con una mezcla de ilusión, emoción e incertidumbre de la dura fractura entre ERC y Junts que ha hecho saltar por los aires la unidad de acción y el propio Govern. Es necesario situarse en aquella Catalunya de hace tan solo un lustro. Tras los resultados del referéndum, el entonces president Carles Puigdemont tuvo en sus manos tres opciones: proclamar la independencia unilateral (DUI), un abismo hacia el que empujaba con fuerza una masa enfervorizada siempre presta a acusar de botifler (traidor) a quien flojeara, con apoyo, por cierto, de Esquerra –inolvidable el tuit de Gabriel Rufián sobre las “155 monedas de plata”–; convocar elecciones a modo de plebiscito, como había acordado con un lehendakari Urkullu en labores de mediación; o lo que hizo: tirar por la calle del medio declarando la independencia durante unos segundos y suspendiendo a continuación sus “efectos”. Todo lo que sucedió a partir de ese momento son los polvos de estos lodos sumados a la infamia de la brutal represión policial, política y judicial. Estos últimos cinco años han servido para un sorpaso electoral por parte de ERC y un giro estratégico cruzado entre republicanos y postconvergentes, revonvertidos unos en pragmáticos defensores del diálogo y la vía canadiense y los otros, en los agitadores tuiteros y callejeros que llaman botiflers a los demás. Más allá de la suerte del Govern, la sensación, dentro y fuera de Catalunya, es que la independencia está aún más lejos que hace cinco años, para regocijo del unionismo. Hace unos días, el Consell per la República Catalana –organización creada y presidida por Puigdemont– aprobó un cambio trascendental: ahora se llamará Consell de la República. Un trueque preposicional (de preposición y de posición ‘pre’) que quizá Junts per Catalunya debiera aplicar con todo rigor a su propio nombre.