Interés forzado: así se llama la sobreabundancia informativa de un asunto poco relevante para la mayoría, pero eficaz para ciertos poderes en la creación de la opinión. La desmesura mediática con la muerte de la reina Isabel II de Inglaterra es muestra de la distancia que hay entre la realidad y la verdad. La realidad es lo que existe y la verdad, su autenticidad. Los hechos británicos de estos días le importan más bien poco a la gente; pero la tele ha decidido saturar la información de fascinación y solemnidad para vasallos. Y hasta la telebasura, en las tardes de siesta, ha cambiado su habitual escaleta para hablar de la reina fallecida y expandir el estercolero con propaganda monárquica. Entiendo que el Reino Unido conserve sus costumbres aún en su actual crisis; pero las tradiciones solo tienen años, nada más, y como todo en la vida pierden sentido con el tiempo. Gran parte del país ha colapsado en su histeria colectiva y pretende contagiarnos sus mitos y complejos que quizás interesen a Hollywood, pero repugnan al alma democrática. El mundo tiene hoy otras prioridades que los Windsor. Y mientras las cadenas invitan unánimemente a la necrofagia, HBO Max nos sirve la serie documental Salvar al rey con tres densos capítulos y una porción de la verdad de Juan Carlos I como comisionista, evasor fiscal y blanqueador. El relato es brillante, la mejor producción vista hasta ahora, con noticias de otra amante, algunos audios con Bárbara Rey y la delictiva labor del CNI como alcahuete y encubridor. Uno de sus ex agentes señala al Borbón como “el motor del golpe” del 23-F. Nada se cuenta de cuánto saqueó el patriota, dónde oculta lo robado y sus complots bancarios. Todos se culpabilizan por haberle consentido, salvo el socialista José Bono al decir, bobamente: “El rey no es divino, es humano”. En resumen, inviolabilidad es corrupción. Cabe imaginar a Madrid honrando a lo grande al emérito en su defunción como hizo con Franco.