Quizá el término más despectivo con que sus oponentes han calificado la propuesta de la ministra de Economía y Trabajo, Yolanda Díaz, para controlar los precios de la cesta de la compra ha sido el de “ocurrencia”. Conste que a pesar de que entre políticos se pretende dar al término un sentido peyorativo, según la RAE ocurrencia es “una idea inesperada de hacer algo, un dicho agudo o un pensamiento original y repentino sobre algo que hay que hacer”, definición que, aunque se pretenda lo contrario, no debería tomarse como ofensiva. El caso es que, tal como se va consolidando el disparatado aumento de los precios en los productos más básicos, son muchas las personas que verían con buenos ojos la intervención de quien corresponda para poner coto a este río revuelto en el que a cuenta de la guerra algunos espabilados se están forrando.

A la ministra y vicepresidenta Yolanda Díaz, a cuenta de su ocurrencia, le están cayendo las del pulpo. Para empezar, sus socios –mayoritarios, por supuesto– de Gobierno se apresuraron a desmarcarse de la iniciativa insistiendo en que se trataba de una sugerencia personal de la ministra que no compartían. Ni siquiera Unidas Podemos, el partido en el que militaba hasta ahora, le apoyó y más bien se puso de perfil a la espera de que escampase. Sobre la algarabía de improperios que le dedicaron la derecha extrema y extrema derecha parlamentaria, mejor ni hablar, aunque como base siguieron la línea del presidente de la CEOE, el paisano getxotarra Antonio Garamendi, que calificó la ocurrencia de “planificación soviética”, nada menos.

Al margen de los denuestos de los adversarios políticos directos, pone los pelos de punta repasar las injurias vertidas por la práctica totalidad de los medios de comunicación y sus apéndices tertulianos o editorialistas. Suma y sigue, contra la propuesta de poner tope a los precios de los productos básicos arremetieron las grandes distribuidoras, el pequeño comercio y el sector primario sin excepción. Según alegan, en este momento todos trabajan con márgenes muy justos, o incluso a pérdidas, y determinar desde el Gobierno los precios máximos de esos productos básicos resultaría catastrófico.

En fin, se pongan como se pongan, alguien tiene que acabar con la locura de que un producto se pague en origen a un precio infinitamente menor que el que paga el personal en el mercado. Alguien tendrá que frenar la impunidad y la cara dura con la que se culpa a la guerra del enriquecimiento desaforado de esa figura deletérea que se define como “intermediario”, que hace el agosto mientras el personal ya en septiembre se asoma aterrado al otoño que llega.

Ese poner tope a los precios de los productos básicos, la ocurrencia de Yolanda Díaz, podría ser viable si se aplicase a una comuna o, como mucho, a un barrio, pero resulta impensable implantarlo en todo un país cuando el terreno de juego es el libre mercado y por ley los precios no se pueden concertar. Ha sido un loable intento el de la ministra, y no hay duda de que así, como suena y sin filtros, eso de topar los precios habrá sido aplaudido por la ciudadanía, fíjate, eso es hacer política para el pueblo, eso es justicia, eso es equidad, eso es valentía, eso es lo que hacía falta… O sea, eso es votar al proyecto electoral que va a presentar Yolanda Díaz. Que es lo que se pretendía conseguir. ¿O no?