te pongas como te pongas, las vacaciones con hijas no son vacaciones. Vamos, que no te voy a descubrir nada nuevo si te digo que, una vez terminadas, necesitarías otra semana libre. Pero sólo para ti, en exclusiva, sin infancia y, ya puestas, también sin pareja. Las vacaciones con tus hijas sólo consisten en tener exactamente la misma dinámica que tienes en casa durante el año, sólo que con más horas al día con ellas porque no hay colegio y, eso sí, en otro escenario. Más caluroso, más veraniego, pero ficticio. Vuelves a tu casa prácticamente sin hacer nada de lo que habías planeado. Los libros que has llevado permanecen intactos, sin abrir, porque no has tenido ni medio segundo de tranquilidad para leer. Pierdes estrepitosamente tu batalla con el azúcar porque tus criaturas se ponen moradas de helados y también fracasas en tu batalla contra la báscula porque, ya de no poder hacer nada de lo que te gustaría, te das a la cerveza y la patata frita para aliviar tu frustración. Del sexo con tu pareja, ni hablamos. Porque, o habéis tenido una discusión a cuenta de los helados que se han trincado vuestras txikis, o acabáis uno de los dos lo seko en su habitación del bungalow leyendo cuentos para que se duerman. Vuelves con el moreno a trozos porque tampoco ha habido manera de tumbarte un rato al sol sin tener que mediar entre una enganchada por los cubos de playa y otra porque no hay manera de darles crema. Y encima te cascan un sablazo en la cuenta corriente porque parece que hay que recuperar todo lo que el turismo no ha ingresado a cuenta del covid y el mismo apartamento te ha costado el doble. Todo esto y mucho más sale a chorro de la boca de mi amiga, sentadas en una terraza días antes de que yo emprenda mi viaje familiar, primero a la montaña y luego a la playa. Y mientras le escucho, no sé muy bien si darle la razón o mandarle a la porra por aguafiestas.