no es la Grecia de hace un año. Ni el Portugal de hace dos. Pero se le parece bastante. La virulencia, el número y extensión de los incendios de estos días tienen pocos precedentes entre nosotros. Tampoco lo tiene el altísimo número de afectados directos, sumando a las personas que se han visto obligados a abandonar sus hogares quienes están perdiendo bienes y pertenencias. Afortunadamente –toquemos madera– de momento no hay desgracias personales. Sabíamos que podía ocurrir. Tras mes y medio sin prácticamente una gota de agua, las extraordinarias temperaturas anunciadas para estos días hacían prever lo peor. La alerta estaba decretada, pero cuando se conjugan los elementos hace falta muy poco para que la chispa salte: un rayo, una barbacoa, una botella rota, una colilla encendida, una cosechadora trabajando a distancia inadecuada. No en todos los casos se sabrá qué provocó el fuego ni existirán responsabilidades individuales. Independientemente de ello, no nos libraremos de otra bronca partidista en la que se cruzarán acusaciones sobre incompetencias o fallos pasados y presentes en materia de seguridad y protección civil, de gestión forestal y agraria, y hasta de tráfico. Efectivamente, la lucha contra el fuego comienza mucho antes de que se ponga en marcha el primer camión de bomberos, lo que implica la toma de medidas en todos estos campos. También el compromiso personal de la gente que vive o se aprovecha del campo, sean agricultores o paseantes, domingueros o deportistas. Sin olvidarnos de la sociedad en su conjunto. Porque lo de estos días, desgraciadamente, se va a repetir. Si alguna evidencia quedaba sobre la alarma climática, las instituciones podrían empezar a organizar didácticas excursiones a Erreniega o Valdizarbe, Etxauri o la Bardena. A más de uno y una habría que llevarla con los pies descalzos, para que sienta de muy cerquita el calor de la tierra calcinada. l