eía el otro día el blog de mi compañera de reflexiones en este rincón, Karmele Jaio. Hablaba sobre las motivaciones que le llevan y nos llevan a escribir sobre nuestras madres y padres. Acabamos de ver también una serie que nos ha proporcionado muchas conversaciones en este sentido. Cuenta la historia familiar de dos jóvenes, padres de trillizas, una de ellas adoptada, tras perder a una de las bebés en el parto. Una pareja amorosa con sus criaturas, que cree e intenta darles a todas y a cada una el mismo amor y atención y que se enfrenta a los reproches de sus hijas en sus diferentes etapas, incluso cuando ya son adultas. La relación con mi ama y mi aita, supongo que como todas, también ha sido una montaña rusa, diría que más o menos bien avenida si la comparo con otras experiencias que conozco. Yo, a menudo, como me va la marcha, me hago mis proyecciones de futuro anticipándome a averiguar qué podrían reprocharme mis hijas cuando sean más mayores, como pasa en la serie. Sé que muchas pensaréis que vaya pasatiempos me gasto, pero creo que lo hago para tranquilizar mis imaginaciones, como una especie de entrenamiento. Supongo que es un vano (vanísimo) intento de estar preparada para lo que vendrá, porque vendrá, de ensayarme las respuestas, de evitar que comiencen a romperse esos lazos que ahora tengo con ellas y que me cuesta horrores imaginar que se romperán un día, quizá para volver a unirse después, pero sólo quizá. En mi caso, confieso que los lazos se rompieron y también sé que, aunque de forma muy distinta, se han vuelto a unir. Sin embargo, lo que perdimos en el camino no vuelve, puede que no tenga que hacerlo. Y todo ese mondongo me da un miedo atroz. A veces me gustaría coger este momento, en el que os estoy acariciando el cuello tumbadas en el sofá, y guardarlo en un lugar al que pueda volver cuando todo lo demás ocurra. Que ocurrirá.
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