uando nuestras pequeñuelas llegaron al hogar, y tras la inicial revolución vital a la que nos enfrentamos con mucho gusto, hubo que reorganizar el panorama laboral para traer diru a la cuenta corriente y alimentar, además de nuestros estómagos, esa parte que te permite también no perder el contacto con el mundo adulto. Siempre hemos tenido la suerte de tener trabajo más o menos estable. Pero, en esta nueva situación, nos faltaba la experiencia de cómo compaginar el horario laboral con la crianza de dos criaturas a las que no teníamos intención de escolarizar pronto. Así que buscamos y tuvimos la suerte de poder turnarnos los trabajos para conseguir este objetivo, de tal forma que una trabajaba por la mañana y la otra por la tarde. En nuestra cabeza, la idea era fantástica a la par que idílica pero tuvo sus momentos amargos, sobre todo en lo tocante a mi persona, cada vez que intentaba salir de casa sin sentirme demasiado culpable porque mis hijas estallaban en un llanto que me rompía el corazón. Ellas, como buenas bebés, no entendían por qué narices tenía yo que abandonar el hogar y se rebelaban a pleno pulmón, mientras yo me preguntaba si eso de volver al tajo realmente merecía tanto la pena y mi pareja me animaba a hacerlo sin dudar, aunque sólo fuera para airearme un poco de tanta maternidad. Años después, seguimos repartiéndonos la jornada laboral y mis hijas ya van al cole pero les sigue sentando fatal que su amatxo no esté por las tardes. El otro día una de ellas sentenció: “Estoy harta de que trabajes todos los días y estoy harta de que nunca (pronunciese este nunca con el dramatismo propio de los cinco años) estemos juntas”. Así que aquí me tenéis, un 8 de marzo más, convencida de querer seguir trabajando en lo que me gusta y con una personita a mi lado exigiéndome que lo deje... Al menos, me consuela que sepa decirme cómo se siente.