n tiempos revueltos, de guerra, invasión, oprobio, uno se siente obligado de avisar, cuando comienzas a hablar o escribir, que tu posicionamiento inquebrantable es por la paz, contra el opresor, por los derechos humanos y con las víctimas y las personas desplazadas... No sirve de nada, lo asumo. Tampoco lo digo para enmendarme la plana a continuación, como si pusiera un “pero...” y propusiera lo contrario. Me reafirmo en lo dicho. Mil veces. Incluso sabiendo que esa apuesta me pone en el lado del débil, del perdedor. Es la tragedia de la gente corriente, de la buena gente, la que se reconoce por estar perdiendo una vez tras otra. Pero estos son tiempos también de escaparate, de relumbrón y propaganda, de modelar la opinión pública de la forma que sea, la más artera que es emplear la interacción social para sesgarla y radicalizarla. Ni una de las noticias de la guerra es simplemente una noticia, ni un testimonio lo es en sí mismo sino por la narrativa en que la encuadran. Los especiales lacrimosos y maniqueos de las televisiones, las cancelaciones pour la gallerie, las salidas de tono y los memes, todo eso tiene en el fondo un sentido: negarnos la radical libertad de disentir o de ponerlo en perspectiva. Sea, hemos sido engañados (perdón: emosido engañado en lenguaje memético).
Por eso me vuelvo a los clásicos, al corrosivo Aristófanes, que hace más de 24 siglos propuso la fórmula contra la guerra que promovían intelectuales y demagogos. La huelga sexual de las mujeres con que rompe la guerra Lisístrata, haciendo honor etimológico a su nombre, podría ser la huelga de todas las personas contra el machismo intrínseco que supone medir si la tienes más larga usando armas destructoras y ocupando un país. Hoy, víspera del 8-M, leamos a Aristófanes con sus útiles lecciones de paz.