usia ha invadido Ucrania y de repente en Europa hay una guerra de consecuencias imprevisibles pero trágicas. La verdad, no resulta nada fácil analizar sentimientos colectivos porque no hay barómetros ni termómetros que los midan y la única evaluación posible es por analogía, en correspondencia con el sentimiento propio. Esta deducción me lleva a constatar que a lo largo de nuestra existencia siempre sobrevuela un nubarrón que nos impide una vida plenamente feliz y relajada. Esta tribulación no es generacional, ni siquiera coyuntural, sino que el obstáculo a las felicidades humanas, felicidades sencillas y hasta merecidas, es inherente a la condición humana.

En esta angustia social hay épocas y grados, pero ahí está. Ha estado siempre. Ahora toca una guerra que teóricamente nos debería afectar de lejos, pero la globalidad y la intercomunicación nos la pone ante los ojos con todo su terror y el desasosiego de que tarde o temprano nos llegarán sus efectos. Cuando después de dos años comenzábamos a borrar de nuestra mente el horror de una pandemia, cuando comenzaba a sernos más ligero el plomo del coronavirus que desde el despertar instalaba el punto oscuro en nuestros planes y en nuestros sentimientos; Putin invade Ucrania y nuestro día vuelve a comenzar oscurecido por el temor y la incertidumbre.

La experiencia acumulada, que en nuestra vivencia abarca a tres generaciones, nos demuestra que esa nube de desánimo empañó el bienestar y la alegría de vivir de quienes experimentaron directamente los horrores de las guerras, civil o mundial, y de quienes se vieron afectados por la dudosa supervivencia de la postguerra. La losa del franquismo amargó durante cuarenta años a los millones de personas que no pudieron ser plenamente felices frustradas por la falta de libertad y la represión propia o ajena. Esa profunda tristeza, esa impotencia desolada otros cuarenta años al despertar con el temor al atentado, la repugnancia a la tortura, la violencia en carne propia o en carne ajena.

La tristeza social nunca acaba de irse, aunque sus consecuencias no nos afecten ni directa ni inmediatamente. El paro, las crisis económicas, el racismo, el imperialismo, el neofascismo, el deterioro medioambiental y el cambio climático, la salud de los nuestros y la propia, el futuro de nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, son nubarrones de pesadumbre que, aunque quizá todavía no nos afecten, siempre están ahí y empañan nuestra alegría de vivir y nos impide levantar cabeza.

Cierto que estas áreas sombrías de nuestra existencia nos afectarán en diferente medida, atenuadas o acrecentada, según pese más o menos el carácter positivo o negativo de cada uno. Tenemos derecho a ser felices, incluso la obligación de serlo, pero para ello sería precisa una vuelta a la ingenuidad, al candor de nuestra especie primigenia. Contaba un cooperante en una aldea remota de Botswana su extrañeza al comprobar que, desde que amanecían, los componentes de la tribu ya salían de la choza sonrientes, alegres y optimistas. Preguntó a qué se debía ese entusiasmo mañanero y la respuesta fue: “Es que han comprobado que hoy también están vivos”. Buenos días vida, dirían.