a polémica en torno a la transferencia a Euskadi y a Nafarroa de la competencia sobre el Ingreso Mínimo Vital (IMV) vuelve a mostrar en qué medida nuestro sistema democrático no se desenvuelve en torno a la idea del consenso, sino con arreglo al juego de las mayorías. El consenso se considera deseable, más aún para los grandes ámbitos de convivencia territorial y política, pero la tentación de recurrir al juego de las mayorías bajo el argumento de evitar el bloqueo es demasiado fuerte como para no sucumbir a ella.
La pregunta que queda en el aire es si puede haber concordia sin consenso. Si puede haber lealtad a un proyecto cuyas reglas de juego las fijan siempre otros. La concordia es la voluntad de convivir -de vivir juntos, y compartir unos valores, unos elementos históricos, geográficos, culturales, sociales... comunes, por encima de muchas otras discrepancias- conforme a unas reglas de convivencia que se aceptan y se respetan. Y exige coparticipación, no mera asunción de lo fijado por otros.
La apelación al consenso constitucional como garantía de estabilidad del propio sistema es un argumento reiteradamente repetido: cualquier propuesta política que plantee la necesidad de actualizar obsoletas regulaciones contenidas en el texto constitucional se identifica por parte de los defensores del inmovilismo como un velado desprecio por el orden político nacido de la Constitución de 1978.
Cabría preguntase si el llamado pacto constitucional de 1978 fue fruto de la concordia, de la adhesión convencida a un proyecto común, compartido, de convivencia o si por el contrario se debió al temor frente a la involución, al intento de poner dique al regreso de negros años de represión y dictadura. ¿No hemos alcanzado todavía un nivel de madurez democrática suficiente como para afrontar sin corsés una larga serie de debates inabordados y rehuidos hasta la fecha bajo el argumento de que “no toca”, “no es el momento”, “hay otras prioridades”?; ¿para cuándo mirar de frente a los problemas de organización territorial a nivel estatal?; ¿para cuándo adaptar las instituciones troncales del Estado (Tribunal Constitucional, Senado) a la realidad plurinacional existente?; ¿para cuándo la reforma de leyes orgánicas recentralizadoras que instauran un clima de desconfianza recíproca?
La respuesta siempre repetida desde las fuerzas políticas mayoritarias en el Estado es que ese “mantra” del consenso constitucional comportaba una voluntad de cumplir y hacer cumplir el orden jurídico-constitucional surgido del mismo, y que no cabe estar permanentemente cuestionándolo.
Pero, ¿qué es el consenso? Según la RAE, es el acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos. La expresión tiene una carga valorativa implícita: da idea de unanimidad, al menos en la participación de las grandes decisiones. Y lo que los partidos estatales proponen casi siempre, apelando a la “responsabilidad institucional”, son meros pactos de adhesión, formularios políticos en los que estampar la firma sin haber tenido ocasión de debatir, de confrontar ideas y posiciones, de encontrar puntos de encuentro cediendo todos respecto a sus posiciones iniciales. Aquí, hasta el momento, la estrategia se resume en un claro o “ lo tomas o lo dejas”.
Un ejemplo claro lo muestra la propia Constitución de 1978 -en particular su título VIII, relativo al sistema territorial del Estado, aunque no solo él-, al establecer un sistema abierto en el que ni siquiera se llegó a precisar cuáles serían finalmente las comunidades autónomas resultantes del proceso descentralizador en la distribución del poder político, que derivó en el café para todos.
En realidad, lo que sucedió es que para poder llegar a un acuerdo las fuerzas políticas participantes aplazaron la solución, esto es, la definición de la estructura del Estado, que sigue todavía hoy abierta y sin concreción. Y si ese aplazamiento pudo parecer un acierto en aquel momento inicial, hoy cada vez más voces piensan lo contrario. Los grandes problemas siguen sin solución.