ace ya tiempo que las comisiones parlamentarias están venidas a menos y es prácticamente imposible sacar de ellas algo en limpio, sobre todo cuando se trata de acreditar fraudes, rapiñas o desmanes del político investigado. Como mucho, sirven para lucimiento de oradores de verbo incisivo, escapismo bochornoso del interpelado y florido escaparate en los medios de cómo fue la cosa.
Comparecía esta semana el expresidente Mariano Rajoy, pringado hasta el cuello en el caso Kitchen que, en resumen, se investiga quién dio la orden al ubicuo comisario Villarejo para que con un equipo especializado de policías hiciera desaparecer los papeles de Luis Bárcenas en los que se detallaba el movimiento de cuentas de la caja B del Partido Popular. Puesto que en esas cuentas figura un tal M. Rajoy como beneficiario, como en ese tiempo era presidente del Gobierno, como mandaba mucho, sabía mucho, y encubría mucho, pues eso, que sus señorías le preguntaron.
Quizá con el recuerdo de una comparecencia judicial en la que Mariano negó todo lo que le preguntaron y ante la plácida benevolencia del juez no le pasó nada, pues se vino arriba y con gesto displicente no salió del "no me consta", "no soy consciente". Ni le cambió la color cuando reiteraba arrogante que ni existe ni ha existido jamás una caja B en el PP, dejando claro que le importaba una higa que existan tres sentencias judiciales que lo acreditan. Con una desvergüenza de chulo de barrio defendió a su ministro Jorge Fernández Díaz, el rezador, imputado en el caso Kitchen como responsable operativo del espionaje a Bárcenas.
Mariano Rajoy fue a la comisión a mentir, a negarlo todo, incluso lo que está demostrado por la justicia, como si le incomodase tener que someterse a las preguntas de unos diputados pardillos, como dejando caer aquello de "no sabe usted con quién está hablando". Incluso se permitió reclamar que no sabía por qué le habían traído allí. Para chulo, él. Todo esto en sede parlamentaria, donde él y su partido se empeñaron en hacer de la mentira un episodio normal. Se podrá discutir si en realidad estas comisiones sirven para algo, pero desde el momento en que se convocan, los comparecientes deben estar obligados a respetar a los diputados que les interpelan, a no mentir con tanto descaro y a dignificar la institución que, a fin de cuentas, representa a todos.
El histrionismo de Mariano Rajoy, sus recurrentes meteduras de pata, no le dan derecho a disfrazar de socarronería la mentira, a engañar con campechanía y cara de póker, porque de lo que en realidad se trata, lo que Rajoy pretende, es institucionalizar la mentira. Ante los jueces, ante el parlamento y ante el país entero, con un PP de ciencia ficción que solo existe en los editoriales de la prensa amiga, que es casi toda.
Y asó pasó M. Rajoy ante la comisión parlamentaria del caso Kitchen -"¿y esho qué esh?", solo le faltó preguntar-. Fue todo un alarde de desvergüenza, cinismo, chulería y desfachatez. Él, en el fondo, se reirá de todos y que le quiten lo bailao, o sea, aquellos sobres de la caja B que se embolsaba según los apuntes de Bárcenas. Ya solo le faltaba haber finalizado su comparecencia con un cachondo: "¡Viva el vino!".