ma, que siempre está leyendo mis pensamientos, aparece cuando estoy dándole vueltas a las olas de la pandemia y, especialmente, a la gente que no termina de vacunarse. Empezamos a hablar del tema cuando, de repente, sonríe y comienza a recordar una historia de aita. Rememora que él fue durante años juez de paz en Antzuola, además de un misántropo al que le molestaba cada vez que el alguacil, el bueno de Eladio, tocaba el timbre de casa para recabar su correspondiente firma cuando alguien nacía o fallecía en el pueblo. Para solucionar tal problema, convino con él en que solo viniera de vez en cuando con diez o más de aquellos certificados para dejarlos firmados en blanco con antelación a que ocurrieran los felices o luctuosos acontecimientos.
Continúo yo recordando que cuando aita falleció me acerqué al ayuntamiento a pedir un certificado de defunción, documento sin el que nada puedes hacer para arreglar cantidad de asuntos y, tras solicitarlo, me lo entregaron en minutos. En el camino a casa me di cuenta de que estaba firmado por aita, quien nos confirmaba a todos que había muerto. Mejor certificado es imposible, quién mejor que uno mismo para certificar que ya no está en el mundo de los vivos. No quería que lo viese ama y volví al ayuntamiento a por uno burocráticamente más fiable y me lo dieron firmado por el juez suplente. Ama me recuerda que no le conté el asunto hasta pasados unos años, y me lo agradece.
Una vez refrescada la memoria, le pregunto a qué viene hablar de ese asunto cuando yo quería comentar lo de las olas y las vacunas. Pues eso, me dice, la gente vive cómoda sin querer que la molesten con normas ni vacunas, sin saber que, de esa manera y sin darse cuenta, además de ayudar a firmar certificados de covid o de defunción para otros, a veces lo son para ellos mismos.
Como vacacioneo hasta el 8 de enero, Eguberri eta urte berri onak.