omos un poco pardillos, es así. Espero que mis hijas sepan perdonarnos algún día. Y espero no haberles causado un trauma de ésos que siempre temes provocarles con tus actos, por culpa de tanta leyenda urbana sobre crianza. Muchas os reireis por el motivo de mis cuitas, pero allá va. Resulta que nuestras criaturas no han tenido contacto alguno con las pantallas (a excepción de las videollamadas con los abuelos durante el espantoso confinamiento) más o menos hasta el fin de semana pasado. Hemos esquivado a Peppa Pig y a la Patrulla Canina, hemos sobrevolado a Disney, hemos evitado la insana distracción del móvil y, lo más importante, hemos comprobado que es posible (por si alguien lo dudaba) y que no pasa absolutamente nada. Pero, magnificando el pasado, mi santo y yo recordábamos esos entrañables sábados por la tarde viendo en familia la sesión de tarde con Tarzán, las versiones de Julio Verne o Espartaco. Así que, engatusadas por la nostalgia y tras días y días de lluvia, nos pareció una buena idea darle una tregua este finde a nuestra fobia hacia el cóctel de tele e infancia y abrir el melón de ver una peli todas juntas. Pero la elección fue fatal. Porque una de las lecciones aprendidas de esta experiencia es que la calificación por edades de las películas, en general, dista mucho de la realidad. También podría habérmelo olido, cuando expertos de todo tipo ven normal que una criatura de dos a cinco años vea a diario hora y media de tele o similar. El caso es que lo que nosotras pensamos que iba a ser un momento inolvidable sin duda lo fue, pero provocado por un cúmulo de frenéticos estímulos para nuestras txikis quienes, además, se cagaron de miedo con alguna escena que otra. Jamás imaginé que los Minions fueran a causar estos efectos pero, si hay una próxima vez, acudiré a la clásica e inofensiva Pantera Rosa de toda la vida...