ste fin de semana vuelvo a casa tras tres semanas en Ginebra. Tiempo suficiente observar algunas cosas.
Las oficinas en que he trabajado durante estas semanas disponen de un protocolo covid-19 muy riguroso. Los aforos han sido reducidos a la mitad o incluso a un tercio, si calculo bien. Nos requieren acreditación de vacunación y la mascarilla es obligatoria en todo momento, las distancias se cuidan y las recomendaciones generales que ya conocemos se repiten por doquier.
Todos los bares y restaurantes de la ciudad exigen para entrar el pase sanitario que acredita estar vacunado. Lo cual en una ciudad tan internacional crea problemas frecuentes por los innumerables tipos distintos de acreditaciones y vacunas de diferentes procedencias que puedan verse. Esta semana he entrado en un restaurante con una coreana, cuyo pase era difícilmente interpretable para un europeo, y con un ruso cuya vacuna Sputnik V, de cuyos logros se muestra tan orgulloso, no está entre las autorizadas por las autoridades sanitarias europeas y consecuentemente no cuenta para el pase. No hay escuela de hostelería en el mundo que pueda preparar a nuestro amable camarero a gestionar semejante situación. Sólo su mano izquierda evita el desastre. Al ver mi certificado trilingüe euskera/español/inglés sonríe como volviendo a territorio seguro.
En los comercios y medios de transporte la mascarilla es obligatoria. En los espectáculos públicos -teatros, cines, conciertos- el pase sanitario es exigido junto a un carné o pasaporte que asocie el documento con el portador. Tu nombre y apellidos te asocian a tu localidad por si hubiera que rastrearte. En algunos lugares se han eliminado los servicios de cafetería o bar, hasta próximo aviso.
No les cuento nada que les pueda asombrar o que les resulte extraño. Es precisamente por esa razón que lo cuento. A veces, escuchando lo que se dice en nuestro país, pareciera como que las medidas que hemos tomado en casa respondieran a una ocurrencia de nuestras autoridades propias que no tuviera parangón en ningún otro lugar, algo extraordinario que juzgar como una extravagancia caprichosa e incluso insensible con las necesidades y deseos de la sufrida población. Comprobar que en otros lugares las normas son, poco más o menos, comparables puede ayudarnos a juzgar con mayor equidad y paz social lo nuestro.
No hay noticia, por cierto, de que los tribunales suizos se hayan topado con esos inadmisibles problemas de limitaciones y suspensiones de derechos fundamentales que nuestros jueces con tanto celo han aparentado querer frenar. Uno sospecha que en los tribunales españoles ha pesado más la política interna que los principios fundamentales y universales de derechos humanos, pero de eso ya hemos escrito en estas mismas páginas.
Las protestas se dan también aquí en Ginebra, desde luego. El sábado pasado, por ejemplo, pude presenciar una manifestación -de muy discreto éxito- organizada por algunos grupos, entre ellos algunos de extrema derecha, en defensa de la libertad, si uno atiende a lo que gritaban. La libertad que reclamaban parece identificarse con una libertad más ácrata que democrática, como si se entendiera como una ausencia de limitaciones cualquier sea su costo o consecuencia, como libertad de pasear mis virus por donde quiera sin que nadie me lo pueda impedir, como libertad de transmitirlos sin límite ni control, es decir, libertad como ruptura de compromisos de convivencia, responsabilidad y solidaridad, libertad como anomia y como capricho. Es este invento novedoso que consiste en una libertad de contagiar. Eso ya lo hemos visto también en casa.
Se podrá debatir mucho sobre la pertinencia o extensión de determinadas medidas adoptadas nuestro país pero, por favor, tampoco nos creamos tan diferentes, ni para lo bueno ni para lo malo, que queda un poco feo.