tenía 19 años. Hacía ya tiempo que había decidido correr la misma aventura que su tío y, previo pago, se embarcó -es un decir- en una patera para lograr su sueño de llegar a Europa y reunirse con él en Francia huyendo así de la miseria. En su Guinea Conacry natal no había futuro para él, ni presente tampoco. El pasado 23 de mayo fue rescatado por el Servicio Marítimo cuando el cayuco iba a la deriva con sus 65 compañeros de peripecia a una milla de la isla de Gran Canaria. Una breve estancia en centros de la Cruz Roja, primero en el municipio canario de Mogán y después en Granollers, reforzó aún más su ansia por lograr al fin una vida digna. Como su tío, en Francia. Alguien le aconsejó intentarlo por Irun y allá se llegó, con el soñado objeto del deseo a la vista, casi tocándolo con las manos.
El Bidasoa, a medida que se acerca al estuario de Txingudi, es río traidor y peligroso, río que no avisa y que engaña con la placidez de su superficie. El Bidasoa esconde fuertes e implacables corrientes que se tragan en un instante a quien entra desprevenido en sus aguas. Y desprevenido entró Abdoulaye Koulibaly, Francia al alcance de la vista, casi tocándola. Y ahí perdió la vida. Lo que no pudo el océano lo consumó un río que parecía manso.
Abdoulaye es uno más para la estadística. Una nueva víctima del intento por salir de la miseria, de la persecución, del hambre, de la desesperanza. Una nueva víctima de la desigualdad, de la fatalidad de haber nacido unos centímetros por debajo en el mapamundi, del pecado crónico que apuntala la pésima distribución de los bienes y las oportunidades. Una víctima de la frialdad legal, de la intransigencia egoísta que impide el acceso a la supervivencia a los más pobres de la tierra.
El número de migrantes que han perdido la vida en lo que va de año intentando llegar a Europa es de 1.150, más del doble que el año pasado. Estremecedor. Pero ante la muerte de Abdoulaye, ahogado en el Bidasoa, casi entre nosotros, quisiera intentar en este recuerdo escrito que dejemos de lado las estadísticas y hagamos el esfuerzo por aproximarnos afectivamente al joven ahogado, no al número, no al censo funerario; quisiera que nos detuviéramos un momento en el chaval que tenía un sueño y arriesgó por él, que evoquemos con empatía los sentimientos a los que se aferró para alcanzar su sueño. Detengámonos un momento en la breve historia de Abdoulaye, ese chaval que cargó en la patera sus recuerdos, su familia, sus amigos, sus anécdotas, sus canciones, sus juegos, sus creencias, sus habilidades, sus ambiciones, su memoria toda. Recordemos con afecto, con pena y con respeto a uno de los 1.150 que se nos vino a morir aquí, justo cuando nosotros hacíamos planes para un fin de semana veraniego. Pongámonos en la piel de los suyos, de su familia, amigos y vecinos que les lloran, les recuerdan y les añoran.
En este caso, y ya es excepcional, hemos tenido la oportunidad de conocer algo más que las iniciales o el número de estadillo correspondiente a la víctima. Casi a diario en las aguas del Mediterráneo o de cualquier otro mar se van al fondo compañeros de Abdoulaye, también con sus sueños por una vida mejor, con su vida vivida -corta, casi siempre-, víctimas de una injusticia estructural de la que todos somos culpables o, cuando menos, partícipes.