scribo desde Roma. La ciudad repite sus famosos calores de verano pero este año está irreconocible sin las multitudes propias de la temporada alta y sin colas para visitar sus lugares más emblemáticos.
En Roma uno descubre la huella, material e inmaterial, dejada por más de 2.500 años de historia. Entre quienes han marcado impronta duradera y aun detectable en la ciudad está San Ignacio. Él no pudo ver iniciados los trabajos de su Iglesia de Il Gesú, donde se veneran sus restos, que fue ya encargada por su sucesor Francisco de Borja sobre planos nuevos. Esta primera iglesia de los jesuitas marcó el inicio del barroco y un modelo para numerosas iglesias de la ciudad y del mundo. A los pocos años y no muy lejos, recién canonizado y siguiendo el estilo marcado por la anterior, se construye en Roma una nueva iglesia que llevará su nombre, San Ignacio, en lo que luego sería una preciosa plaza barroca del mismo nombre. Pienso que han sido pocos, quizá un puñado de emperadores, papas, reyes, jefes de estado y artistas, que han marcado tanto la ciudad de Roma, su piel y su identidad, como lo hizo San Ignacio de Loiola. Anexo a la Iglesia de Il Gesú podemos encontrar, milagrosamente salvadas de mil reformas a través de los siglos, sus austeras habitaciones privadas donde pasó sus últimos años, ahora recuperadas y preparadas para una visita espiritual, recogida, no turística. Vemos el escritorio en que escribiría las Constituciones de la orden y, según se calcula, más de siete mil cartas. Visitamos la cámara donde contaría a Luis Gonçalves su vida. Allí quedan algunas reliquias como su calzado, su sotana y algún libro de oraciones.
Menos conocido es que otro gigante del renacimiento, Martin de Azpilcueta, el doctor navarrus, también descansa en Roma. Tras enseñar en Salamanca y en Coimbra pasó sus últimos años en Roma como asesor de Pío V, Gregorio XIII y Sixto V. Allí murió siendo ya reconocido como una de las grandes autoridades del momento. Fue enterrado en la Iglesia de Antonio de los Portugueses. Puede visitarse esta tumba, a la izquierda según se entra, con su inconfundible busto de rostro enjuto por el que hoy le reconocemos. Fue un hombre discreto y humilde que, a pesar de su fama por aquel entonces universal de sabio, siempre renunció a cargos y glorias. Se dice que Carlos V le ofreció bien joven un puesto en el Consejo de Navarra, que él rehusó, como rechazaría después un obispado.
Otro personaje vasco del renacimiento se mezcla entre estas dos biografías tan marcadas por Roma. Fortún de Ercilla, bermeano y padre del más conocido Alonso de Ercilla, defendió sus tesis ante León X que impresionado por su sutileza lo llamó para su servicio. Con Iñigo coincidió Fortún en los años cortesanos del santo, cuando ambos conformaron una misión diplomática ante la hermandad de Gipuzkoa para evitar un conflicto con el virrey de Navarra y las tropas de Castilla, en tiempos de tentaciones comuneras y francesas. Ambos consiguieron con los guipuzcoanos un acuerdo que respetaba los intereses y libertades del territorio y que el virrey y el propio rey Carlos refrendarían. No hay constancia de que Fortún y Martín de Azpilcueta llegaran a conocerse personalmente, aunque tuvieran muy parecida edad y algunas circunstancias vitales coincidentes. Sus bandos en el conflicto navarro habían sido opuestos y sin embargo Martín siempre conservó a lo largo de una larga vida un aprecio muy especial por la obra de Fortún, al que insistía en citar con apelativos de admiración y cercanía (eruditissimus Fortunius cantaber noster).
Una visita a Roma permite mil lecturas universales. Un vasco que visita la ciudad también puede aprovechar para recordar a algunos de los grandes de nuestro renacimiento que tuvieron allí un lugar y que, desde allí, movieron su mundo. Son también lecciones de presente y para el futuro. Sobre lo que fuimos y sobre lo que queramos ser.