esulta de doctorado en iconoclastía realizar una invectiva contra la maternidad en estos tiempos, pero Horacio aprovecha cualquier resquicio que se le ofrece para derribar algunos de los tótems que sostienen nuestros palacios de invierno culturales. Es muy oportuno, además, hablar de echar abajo construcciones ahora que el debate en nuestro chiringuito alavés pasa por resolver si tiene sentido deshacerse de la puñetera cruz de Olárizu. En cualquier caso, y volviendo a la casilla de salida, tocar a las madres, desmitificarlas o bajarlas del ridículo pedestal en el que la tradición judeocristisna les ha colocado, es sin lugar a dudas nadar contra corriente. Ahora que El Corte Inglés y la ONCE, junto a la Santa Madre (ahí está) Iglesia católica conmemoran el día de la susodicha, merece la pena profundizar en ello como un salmón en el Pisuerga. Y es que la sacralización de esta figura como una suerte de ser superior dotado de una encomienda trascendente, generadora de vida y única supervisora vitalicia del devenir de sus vástagos, huele ya a podrido. Las primeras víctimas de este relato han sido las propias mujeres, que se han encontrado históricamente lastradas por un estatus interesado y mezquino que les ha impedido normalizar sus derechos y sus libertades. Pero Horacio ha comprobado que la maternidad sigue hoy observándose desde un prisma tóxico incluso por las nuevas generaciones de féminas. Y no digamos por muchos hombres a los que les beneficia descongestionar su agenda de responsabilidades y atributos masculinos. Pero la grandilocuencia con la que aún se alude a la condición de madre, como un designio que se mueve entre lo religioso y lo animal, entre lo racional y lo evolutivo, entre lo contractual y lo humanitario, hiede a carroña de mercadotecnia. Y todo seguirá igual, de puta madre por supuesto...
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