L rey (emérito) desnudo. Desvergonzado. Desbarrando, otra vez, en medio de una tormenta que no cesa. El agitprop desde Abu Dabi del nuevo republicanismo español. Precisamente cuando su hijo se había esforzado por recompensarle en el aniversario del 23-F va y asesta otra cornada a la legitimación monárquica con sus vergüenzas fiscales, que ya destilan delito. Juan Carlos I, inmerso en una ególatra realidad impune, sigue extendiendo su fango sin valorar -tampoco le importa mucho- las consecuencias para la higiene democrática de algunas instituciones del Estado. La última millonaria reparación tributaria compromete a Hacienda por una sospechosa permisividad, devalúa los aplausos de los partidos mayoritarios a Felipe VI y enrojece los apuros para justificar a duras penas la inviolabilidad del monarca. El hartazgo por la gravedad irreparable de esta catarata de tropelías, desmanes y connivencias silenciadas demasiado tiempo toma cuerpo apresuradamente en la Corte. Salvo algún locutor matinal y Felipe González, nadie levanta la mano proclamándose juancarlista para evitar así el sonrojo, mientras en La Zarzuela se siguen tropezando en la piedra de la manifiesta impotencia que desborda su pretendida rehabilitación.
Pedro Sánchez también se harta de tan desfachatez del emérito. Lo dice sin rubor y así le sirve para marcar las diferencias éticas entre padre e hijo ante situaciones tan abominables como la que se acaba de conocer. Lo hace desde una lealtad institucional que no le desfigura lo más mínimo su reconocida escasa afección por la monarquía. Su guerra es otra y, en esa, la del funcionamiento de su gobierno, se siente satisfecho como abiertamente lo reconoció en el último pleno del Senado. Sabe que por encima de sus rectificaciones, pandemias, promesas incumplidas y proclamas vacuas de fácil titular, enfrente no hay nadie, como tan acertadamente diagnóstico el guerrillero Echenique para desolación de la derecha. Por eso no le preocupa la interminable guerra de guerrillas entre su fiel escudero Ábalos y Pablo Iglesias sobre la filosofía de la Ley de Vivienda, ni siquiera el recado de la beligerante Margarita Robles a Irene Montero para que acoja con humildad la bofetada de los jueces a su errática ley del solo sí es sí. En un estratega como él de corto plazo, el César socialista solo tiene ojos ahora para Catalunya. Es que el presidente, envalentonado por su victoria compartida con Illa el 14-F, sigue viendo factible un gobierno de izquierdas en la Generalitat. A semejante ensueño contribuye decisivamente la acumulación de noticias sobre el chirriante desencuentro de los soberanistas cuando el reloj para la constitución del Parlament empieza a correr algo más rápido. Así las cosas, encaramado a ese mástil de la utopía, advierte a los cuatro vientos de que ya no habrá espacio para otra DUI, incluso intuye que es posible un Govern en minoría pactando, como hace él en el Congreso, según los aprietos de cada momento. Y, además, insta a que ha llegado el momento de preocuparse de esa otra mitad de la sociedad catalana, bastante silenciosa, que no quiere la independencia.
En ese juego de malabarismos tan propio de la escuela sanchista, donde el desenlace nunca se parece a su idea original, RTVE accede tres años después a la renovación de su inevitable control partidista. Lo hace pulverizando aquel idílico propósito de respetar un concurso de méritos profesionales para abrazar finalmente sin avergonzarse un pacto político como en los mejores tiempos del bipartidismo. Una compleja ecuación resuelta mientras, en cambio, se alarga tediosamente el injustificado bloqueo en otras instituciones, como el Poder Judicial que ya resulta vergonzante y que sitúa en el disparadero la cerrazón del PP, prisionero de sus fantasmas ante la designación de determinados jueces relacionados con sus interminables casos de corrupción. Casado camina sobre arenas movedizas para regocijo de Vox, auténtico recolector de los desencantados del Gobierno de coalición. El líder del PP siente el sudor frío de la desorientación política, incluso sin estar en Génova. No sabe qué carta jugar. En ocasiones le tienta abrir un escenario de oposición constructiva cuando Sánchez le conmina a elegir entre la moderación o perdición porque imagina que así puede ganar espacio, pero sus halcones palmeros de luces cortas prefieren la sangre. "Así le va", le diagnosticó ácidamente un Abascal renacido desde que se le diera por enterrado en su moción de censura.