uando era pequeño era boy scout. Salíamos al monte casi todos los domingos, así que a menudo repetíamos itinerario. Uno de los que menos me gustaba era el Gorbea. Subíamos desde Zarate. Recuerdo que un tramo, podría ser el gorbea txiki, era un monte redondeado y por aquel entonces totalmente pelado. El efecto óptico era desesperante, todo el rato te iba pareciendo que ibas llegando a la cima, pero la cumbre no llegaba nunca, y cuando llegaba sólo servía para ver lo lejos y lo alto que quedaba la de verdad.
Hace menos años empecé a andar en bici. Como corresponde a un cincuentón con nulo entrenamiento andaba despacio. En el llano me adelantaban las mariposas, y subía a unas velocidades a las que un profesional se hubiese caído por falta de inercia. La vida te lo va enseñando, pero aquel ejercicio me fortalecía la tendencia de valorar la paciencia y el gusto que da disfrutar de la experiencia. Y cuando la cosa se ponía cuesta arriba, no sé yo si en mi subconsciente aún latía el recuerdo de aquella cima inalcanzable, pero aprendí a no mirar más allá de un par de metros por delante de mi rueda. No era imprudencia, que a la velocidad que iba era distancia de seguridad más que suficiente. Me entretenía mirando la rueda dar vueltas y me distraía observando las flores y otras cosas de la cuneta, y para cuando me quería dar cuenta la cuesta se había terminado. Si quería ampliar vistas miraba hacia el costado y disfrutaba del paisaje, pero evitaba mirar al frente y ver lo que tenía por delante. Puede que sea cobarde, pero era efectivo, así llegue a subir cargado y con la bici el puerto de Ibañeta camino de Roncesvalles.
No sé por qué me viene ahora esto a la cabeza, quizás el informativo de la radio con el que me he despertado tenga algo que ver, pero siguiendo mi consejo, a veces prefiero seguir mirando margaritas y disfrutando del paisaje.