esde que nos han cerrado bares y terrazas, los bancos para sentarse en el espacio público se han convertido en mobiliario urbano muy cotizado. Encontrar uno libre implica a veces "robárselo" a quien lo ocupaba ya antes del covid. Y es que antes, los bancos estaban prácticamente reservados para personas jubiladas, que se sentaban en esta "butaca en primera fila" para ver el espectáculo humano. También los usaban las cuadrillas de jóvenes; y las mamás y papás, bocadillo en mano, junto a los columpios. Sin embargo, esta "nueva normalidad" ha hecho que personas que antes no mirábamos los bancos, los miremos (como Mikel Ayestaran y sus Bancografías). Al verlos, nos hemos dado cuenta de que han cambiado. Por ejemplo, hemos descubierto que a aquellos bancos corridos y largos les "ha crecido" un tercer brazo en mitad, para impedir que nadie se tumbe en ellos. He sabido que se llaman "bancos antimendigos", igual que llaman a los butacones aislados atornillados en las calles, en los que es imposible pernoctar. En cuanto al coste económico que suponen, en algunas ciudades norteamericanas son las empresas privadas las que financian los bancos: pagan su construcción y mantenimiento, a cambio de una placa con su marca que les sirva de publicidad. No me imagino teniendo que decidir si me siento en un banco patrocinado por tal empresa transnacional, o por tal banco financiero. Sin duda prefiero sentarme en un banco público, diseñado con sensibilidad social y con criterios sostenibles. En Vitoria existen hoy 13.200 bancos; es decir: 1 banco por cada 19 personas. No está mal, aunque en estos tiempos no sobren. Seguiremos usándolos. Porque para sentarse y sentirse parte de nuestro pueblo o ciudad, no hay como un banco en el que descansar, esperar, mirar, o encontrarnos con otras personas. Y si no tenemos que atracarlo, mejor que mejor.
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