l jueves se aprobó una nueva Ley de Educación. Y van€ las que sean. No quiero contarlas. Demasiadas.
Les advierto que no he leído la Ley, de modo que nada comentaré sobre su contenido. No sé si fomenta la igualdad, como defienden unos, o es una afrenta a la libertad, como gritan otros. Me atrevo a sospechar que ni lo uno ni lo otro. A estas alturas conocemos bien los excesos dialécticos de la política española y hemos dejado de creérnoslos. Y esto es muy grave dado que allí donde deja de tomarse en serio el debate político, la democracia se debilita y queda sin defensas ante el virus populista.
No conozco la escuela más que como padre de dos alumnos (lo cual, bien visto, no debería ser poca razón para opinar) y como profesor universitario (lo cual me permite advertir el nivel académico y cultural con el que algunos llegan al ciclo superior). Así que seré muy prudente a la hora de permitirme consideraciones que no sean muy generales. No hablaré sobre la Ley, sino con ocasión de la Ley.
Esta Ley se aprueba con una mayoría parlamentaria muy exigua. Poco puede esperarse en esas condiciones. La educación no debería ser terreno para las victorias por la mínima a la espera de la revancha la temporada que viene, sino una política de estado sostenida con amplia legitimidad y continuidad, trabajada con tiempo y discreción, evitando polémicas improductivas. Una ley de educación no cambia nada si los profesores, los centros, la comunidad educativa y las Comunidades Autónomas no le conceden una oportunidad que sólo puede sustentarse sobre un respaldo amplio y profundo. Pocas cosas más tristes -y más contraproducentes- que una reforma educativa que se aplica sin ilusión, sin fe, sin ganas, con el freno de mano echado, con esa cara de aburrimiento, desencanto y descreimiento con que a veces salimos de casa bien temprano un lluvioso y oscuro lunes de noviembre.
El derecho a la educación no es un eslogan sin contenido que pueda emplearse para lo que nos convenga, sino una construcción jurídica de contenidos precisos y exigentes. Entre esos contenidos está en el la libertad de elegir la educación de los hijos dentro de los límites de los contenidos académicos que los poderes públicos determinen, e incluso incluye la libertad de crear y de gobernar esos centros (Declaración Universal y pactos de derechos humanos de la ONU). Y los derechos humanos no sólo exigen del estado una obligación de respetar el derecho, sino un deber de promoverlo activamente y de facilitar las condiciones que permitan su ejercicio real.
El derecho a la educación incluye también una exigencia de calidad. No sé en qué momento de la película la izquierda se dejó robar la idea de la exigencia, el rigor y el esfuerzo como motores de la transformación social democrática, pero en ese momento perdió parte de la batalla por el futuro. La escuela debería ser el gran igualador social, sí, pero sólo funciona como ascensor si hay nivel académico serio, en caso contrario acentúa y apuntala las diferencias. Los cierres provocados por la pandemia nos han mostrado que algunos niños de cierto entorno económico y cultural alto pueden seguir progresando, incluso con nuevas posibilidades de actividades enriquecedoras y estimulantes. Mientras que quienes no tienen esas opciones pueden quedar con más facilidad estancados, desmotivados y relegados.
Me temo que rebajar la exigencia no iguala a nadie, ni siquiera en la mediocridad. Perpetúa las desigualdades. Degrada el nivel general. Y nos lleva a la ruina social, cultural y económica como país.
Lo dicho: nada puedo comentarles sobre la nueva Ley de Educación.