on demasiada frecuencia vivimos nuestro día a día, nuestra realidad desde compartimentos casi estancos: atendemos a aquello que satisface nuestra pretensión de identidad, escuchamos o leemos con prevención todo aquello que llega de parte de quienes no integran nuestro pequeño universo social, político o ideológico€ y todo ello nos empobrece, porque en realidad nos aleja de una visión plural y abierta necesaria para resolver problemas como el de la convivencia democrática.
Según quién afirme algo valoramos de una forma u otra el contenido de lo expuesto, y de igual forma analizamos con una mezcla de prevención y prejuicio iniciativas que provienen de mundos que con frecuencia desconocemos. Por todo ello merece la pena sembrar la semilla del bien, que de energía negativa ya vamos sobrados. Invertir tiempo y dedicación a la cultura de paz supone una rebelión cívica que nos hará mejores personas, seguro.
Tenemos un importantísimo reto, del que depende en buena medida el futuro de nuevas generaciones en Euskadi: podernos mirar a la cara sin odio ni rencor, ser capaces, con mayor o menor empatía personal, de hacer realidad el sueño de una convivencia social y personal normalizada.
En este contexto, merece una atenta mirada la doble iniciativa impulsada desde las 17 entidades que integran el Foro Social Permanente: por un lado, un encuentro en Donostia con víctimas de ETA organizado para recoger sus reflexiones sobre el momento actual y sus aportaciones sobre los retos del futuro, centradas en la vocación de alcanzar consensos básicos sobre cuestiones incómodas pero que deben ser abordadas de frente.
La segunda iniciativa es la denominada "Compromiso social con la construcción de la convivencia democrática" que surge con la vocación de generar e impulsar una cultura democrática plena de respeto de todos los derechos civiles, políticos y sociales de todas las personas y en la transmisión a las nuevas generaciones una cultura del diálogo y de no violencia como instrumento único en el siglo XXI para resolver los conflictos.
Tras la desaparición-disolución de ETA, la plena normalización política depende ya exclusivamente de actores políticos, por un lado, y de la propia sociedad vasca, por otro; desde esta segunda dimensión, la ciudadanía vasca ha dado muestras de ausencia de sectarismo y de voluntad de diálogo y de entendimiento entre diferentes. Ha mostrado y aportado importantes dosis de generosidad, paciencia y buena fe para la consecución de una convivencia presente y futura.
Hay un mojón ético innegociable para la sociedad vasca: hace falta coraje y dignidad para asumir de verdad la necesidad de respetar las reglas básicas de convivencia. Y entre esas reglas sociales y políticas la primera es la de educarse en la frustración. Nadie puede pretender lograr por la imposición del chantaje y de la amenaza de la violencia el proyecto político que no logra hacer realidad por ausencia de mayoría social.
El reto de la convivencia en nuestra nación vasca pasa por reconocer empática y recíprocamente al diferente. Y no aceptar que asesinar, extorsionar, secuestrar, amenazar, amedrentar en nombre de un objetivo político estuvo mal y que resulta inaceptable e insoportable para la vida en sociedad, no admitir incondicionalmente este postulado que supone negar toda justificación al terrorismo de ETA o plantearse no hacerlo hasta que otros condenen otro tipo de violencias supone una rémora ética que tiene un serio coste social y electoral.
Profundizar en esta dirección de forma sincera supone sin duda una verdadera catarsis social y política, porque reconocer que no cabe la imposición de proyectos mediante el macabro atajo de la violencia supone subir el listón ético para ubicarlo en el campamento base desde el que poder debatir, criticar, construir, tejer acuerdos estratégicos, el lugar donde vivir y convivir en sociedad entre diferentes.
Tratar de comprender, de entender el mal, la causa del daño generado, sea por la violencia terrorista de ETA, sea por el infame terrorismo de Estado, sea por abusos policiales o por torturas no supone justificarlo sino tratar de evitar que se reproduzca, lograr que la paz en ausencia de violencia sea irreversible.
Una verdadera autocrítica, siempre unilateral, no pretende formular reproche a quien no la haga. Ese valor moral, el coraje de reconocer que nos hemos equivocado es un motor que pone en marcha la empatía, la solidaridad, nos hace mejores personas. Por todo eso merece la pena todo esfuerzo y toda iniciativa orientada, como la del Foro Social Permanente, en la buena dirección.