arece que el mundo libre ya tiene nuevo líder. O que el imperio del mal ha designado flamante César. Según lo mire cada cual. El resultado ya ha sido proclamado a todo el orbe aunque la mayor potencia tecnológica del planeta siga contando votos a mano una semana después de las elecciones. Será para librarse, por los pelos, de las sanciones económicas de Zimbabwe por no respetar los procedimientos democráticos o de una operación militar iraquí para exportar la democracia a territorios donde no se garantiza la libertad.
Con nuevo presidente in pectore, queda ya sólo la duda de hasta dónde llevará su antecesor la pataleta vía judicial y en qué medida sus seguidores le apoyarán a base de más kale borroka a la americana.
Si algo ha evidenciado este duelo de ochentones ha sido nuestra obsesión por ir de analistos por la vida. Es decir, por repetir como ocurrencias propias las simplezas a toro pasado que copiamos de los medios.
En todos nosotros ha aflorado un Capitán Obvio, el superhéroe cuyo principal poder es el de predecir obviedades y constatar perogrulladas. Sin haber dejado nuestra cátedra en epidemiología, de repente tenemos varios másteres en politología.
Y ahí estamos, dejando caer al primer incauto que se acerque nuestra pelmada de que Georgia es el Estado clave o que la minoría hispana de un condado de Nevada ha desequilibrado la balanza.
Aún no entendemos que, en esta era líquida, la predicción es un deporte de riesgo. Si nosotros mismos somos los primeros infieles, cuando no promiscuos, con nuestro voto, ¿qué especie de rancia superioridad moral nos hace pensar que el resto del mundo se guía por patrones convencionales?
Pero Capitán Obvio nunca descansa. Los tontos son los que explican lo que ya ha pasado y los listos lo que va a pasar. Por lo visto, de estos segundos hay muy pocos.