esulta que la Asociación Española de Pediatría acaba de hacer público un estudio en el que concluye que los niños sólo iniciaron el 3,4% de los brotes y las cadenas de contagios de coronavirus en España. Y que los 80.000 pequeños contagiados hasta ahora en el país no han enfermado en el ámbito escolar sino, en su gran mayoría, en el intrafamiliar. En el de papá, mamá y el hermano mayor. ¿Se acuerdan cuando, al comienzo de esta crisis sanitaria, los txikis eran mini-bombas biológicas que había que mantener alejadas de todo contacto humano para que nuestra raza sobreviviera? ¿Recuerdan las restricciones en las salidas, el terror descomunal a comenzar el colegio, los vaticinios de que el país se iría al garete y los contagios se multiplicarían porque iba a ser imposible controlar a los más pequeños? ¿Los litros de hidrogel en los que habremos bañado a nuestras criaturas para evitar la propagación? Pues va a ser que somos los adultos los que hemos hecho llegar la enfermedad al ámbito escolar. Después de la comida con los amigos, del cumpleaños familiar, de la salida montañera, donde a uno le parece imposible contagiarse. Como si la socialización sin medidas de prevención tuviera una inmunidad no declarada y cantar al unísono el Boga Boga abrazados y sin mascarilla funcionara como un escudo ante el virus. La propagación de la información, al igual que la de esta enfermedad, es curiosa. Y selectiva. Al principio todos señalábamos a la infancia como la gran amenaza. Pero ni el paso de los meses ni las decenas de estudios que constatan que el peligro de la transmisión no radica en los niños han conseguido abrirnos los ojos todavía. Nos rebelamos ante el toque de queda y la prohibición de la caña del fin de semana. Y nos tienen que volver a encerrar para que dejemos de hacer el bobo. La hostelería paga el pato. Y los niños también. Otra vez.
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