dice Jorge Drexler que nada se pierde y todo se transforma. Yo me aferro a esa frase todas las veces que te miro y casi no te reconozco. Me lo advirtieron. Pero, como todas las madres, siempre crees que tus niños van a ser diferentes. Que a ellos no les va a pasar lo que al resto. Y aquí estás, a punto de cumplir los trece y vuelto del revés. Con una voz que no es la tuya, la cara salpicada con un grano aquí y otro allá (podía haber sido peor), unos pies que se salen de tu camita, unos padres más perdidos que un pulpo en un garaje y tú callado, siempre callado. Lo que peor llevo de criarte es que cuando ya me he amoldado a una etapa, de pronto y sin avisar, esta cambia por completo. No es que no me guste que crezcas. Es que me da tanto miedo perderte que me digo que soy idiota cuando echo de menos aquellas rabietas infantiles. Entonces, pienso ahora, todo era más sencillo. Y, sobre todo, nos llenábamos de besos y de risas después y te acurrucabas en mi hombro y leíamos el cuento del niño que tenía un cocodrilo debajo de la cama y al que tú quisiste llamar Mateo. Y ahora deseo decirte a gritos que sigo aquí para ti. Pero entre nosotros el silencio es más y más grande y los besos más y más escasos. No te culpo, para nada. Yo me recuerdo a los trece y agradezco que pasara aquella fase. Al menos, pienso, tú tendrás algo que yo eché de menos porque entonces las cosas se hacían de otra manera y el amor era indiscutible pero contenido. Nos tienes aquí, aunque sea para sentarte con nosotros a la mesa en silencio y sentir que este sigue siendo tu campamento base. Mientras, todas las noches, como hago desde que te conocí, recurro de nuevo a Drexler para susurrarte cuando ya duermes: “Te quiero, te querré y te quise siempre, desde antes de saber que te quería”. Te dejo este mensaje simplemente para repetirte algo que yo sé que tú sabías. O eso espero...