Madrugada del 26 de mayo de 1831. Una joven de 26 años, viuda y madre de dos niños pequeños, avanza por las calles de Granada a lomos de una mula. Varias veces se interrumpe su marcha para que el pregonero pueda repetir a voz en cuello los detalles de su inapelable sentencia. Ella solo ha verbalizado una petición para su último y público paseo: que no le sean retiradas las ligas, a fin de "no ir al patíbulo con las medias caídas".

Alcanzado el Campo del Triunfo, actual plaza de la Libertad, la condenada sube al cadalso y, serena, toma asiento en el atinadamente bautizado como garrote vil. En ese mismo lugar se yergue hoy un monumento que rinde tributo al sacrificio de una mujer que "anhelaba la libertad de su patria". Su valerosa defensa de las libertades inspiró piezas literarias, musicales o dramáticas, como la que firmó Federico García Lorca; paisano y, a la postre, víctima como ella del totalitarismo. Mariana Pineda nació en Granada en 1804.

La irreconciliable diferencia de clases impidió, en el rígido contexto de la época, que sus padres, una empleada doméstica y un capitán de navío de la Real Armada y caballero de la Orden de Calatrava, formalizaran legalmente su unión. Que, por otro lado, no resultó en absoluto armoniosa. Antes de morir de forma prematura, él nombró a Mariana heredera universal de una fortuna que sus sucesivos tutores legales fueron esquilmando sin reparo alguno.

Una bandera bordada

A los 15 años contrajo matrimonio con Manuel Peralta, un joven militar firmemente comprometido con la causa liberal, a la que también ella se había sumado con entusiasmo; pero cumplidos los 18, no solo era ya madre de dos niños, sino también una viuda inusualmente joven.

La abolición de la Constitución de 1812 puso fin al Trienio Liberal y dio paso a la Década Ominosa, uno de los periodos más sangrientos de la historia de España. El tiránico reinado de Fernando VII se apuntaló con las brutales y acostumbradas formas de represión. Esto no achantó a una comprometida Mariana, que siguió participando en reuniones clandestinas, acogiendo en su hogar a liberales perseguidos y asistiendo a los presos políticos.

Le pisaba obsesivamente los talones el siniestro (y, cuentan, despechado) Ramón Pedrosa, alcalde del crimen de la Real Chancillería de Granada, responsable del aparato represor local y con poder absoluto para investigar y castigar las conspiraciones que en la ciudad pudieran planear los fieles a los principios de la derogada Constitución. Destruir a la joven militante se convirtió para él en un asunto personal. Y lo consiguió valiéndose de una abyecta maniobra.

Tras descubrir que Mariana había encargado la confección de una bandera constitucional, conminó a las bordadoras a hacer entrega de la enseña para, inmediatamente después, ordenar un registro del domicilio de Pineda.

Aquel tafetán de seda morado, con un triángulo de color verde en el que, todavía a medio bordar, aparecían las palabras Libertad, Igualdad y Ley, fue calificado de "señal indubitada del alzamiento que se forjaba".

Pedrosa aún hizo a Mariana una tentadora oferta: el indulto a cambio de delatar a sus compañeros de filas. Por toda respuesta obtuvo una frase que ha pasado a la Historia: "Nunca una palabra indiscreta escapará de mis labios para comprometer a nadie. Me sobra firmeza de ánimo para arrostrar el trance final. Prefiero sin vacilar una muerte gloriosa a cubrirme de oprobio delatando a persona viviente".

Tras cuatro días de juicio, por así llamarlo generosamente, Mariana Pineda fue condenada muerte. Su ejecución pretendió servir de aviso y escarmiento a los liberales, pero no hizo sino convertirla en mártir de la causa y símbolo de la defensa de las libertades. Ella misma había anunciado profética a sus verdugos: "El recuerdo de mi suplicio hará más por nuestra causa que todas las banderas del mundo".