"El poeta escribe porque sí". Con esta concisión describía Ernestina Michels de Champourcin y Morán de Loredo su precoz vocación literaria, a la que, sin duda, contribuyó una infancia "rodeada de libros". Las nutridas bibliotecas eran, tiempo atrás, patrimonio exclusivo de las familias acomodadas; como solían serlo los largos apellidos.

"Nina" nació en Vitoria-Gasteiz, el 10 de julio de 1905, en el seno de una familia aristocrática, católica y tradicionalista de origen francés y uruguayo. El carácter conservador de sus padres no impidió que, en contra de lo que dictaba la convención, procuraran a su curiosa hija una exquisita y completa educación, tanto en prestigiosos centros educativos como a través de profesores particulares.

Renunció, muy a su pesar, a los estudios universitarios, pues no estaba dispuesta a que, según lo entonces estipulado para preservar la frágil reputación de las menores de edad, su madre tuviera que acompañarla en sus clases. Optó, resolutiva, independiente y decidida como era, por una formación autodidacta, bebiendo con avidez de todas las fuentes que el Madrid del momento ponía al alcance de su sedienta boca, ya fueran conferencias, cursos, exposiciones o, por descontado, librerías.

Tras publicar sus primeros poemas en diversas revistas de la época, en 1926 presentó su primer libro, En silencio, financiado por su orgulloso padre. Inauguraba así el prolífico y permanente diálogo con la poesía en el que se convirtió su vida. Ambas transitarían, en sucesivo paralelismo, las sendas del amor humano, sensual y de un inusual erotismo, el amor divino y el amor sentido.

Como miembro de la fecunda Generación del 27, y, por extensión, del creativo, talentoso y poco convencional grupo de mujeres conocidas como Las Sinsombrero, Ernestina contribuyó, como escritora y crítica literaria, a la efervescente vida cultural del Madrid contemporáneo.

Férrea defensora de la plena y directa participación de las mujeres en los asuntos culturales, políticos y sociales, se unió al Lyceum Club Femenino que, en 1926, cofundaron Concha Méndez y la también vitoriana María de Maeztu.

Pero aquel estallido de libertad y creatividad se vio abruptamente interrumpido por la funesta Guerra Civil, durante la cual se desempeñó como enfermera en un hospital republicano y en una guardería para los niños que quedaron huérfanos.

Finalizada la contienda, no quedó más opción que el forzoso exilio junto a su marido Juan José Domenchina, poeta y secretario personal de Manuel Azaña.

Se asentaron en México, donde una resiliente y plurilingüe Ernestina se ganó pronto y bien la vida como traductora e intérprete, mientras su marido se sumía en una profunda depresión que derivaría en su prematura muerte.

La poesía de Champourcin, tras más de una década de obligado silencio, rebrotó entonces con una agudizada religiosidad, un diálogo íntimo con Dios que rozaba el misticismo. A su regreso a España, en 1972, se encontró con un inesperado y desgarrador segundo exilio; ya no geográfico, sino intelectual y espiritual.

No reconocía aquel Madrid despersonalizado, ingrato, incluso hostil. Sus versos se tiñen en adelante de una desarraigada y contemplativa nostalgia, parecen buscar consuelo en los recuerdos de un pasado demasiado lejano, se lamentan por la inexorable vejez y exudan una amarga soledad. "¿Para qué las palabras? Para vivir con ellas y olvidar un momento la muerte que nos busca", reflexionaba la poeta que no dejó de escribir hasta que su corazón dejó de latir, el 27 de marzo de 1999, a los 94 años.

33 años de exilio, la marcada dimensión religiosa de su obra y la endémicamente desleal y lábil memoria colectiva sumaron a la moderna, transgresora, autónoma y socialmente comprometida Ernestina a la larga e ignominiosa lista de mujeres silenciadas, invisibilizadas y, a la larga, olvidadas.