Cualquier club firmaría con los ojos cerrados un balance deportivo que incluyese la conquista de un título continental. Se supone que un éxito de tal calibre compensa sobradamente derrotas, malos tragos, decepciones, en definitiva, cuanto de negativo haya podido ocurrir durante la temporada. Se supone, pero sería interesante conocer el sentir del Sevilla, de la entidad y de su entorno. Porque no es ni medio normal ganar la Europa League con el equipo arrastrándose en el ámbito doméstico y habiendo tenido cuatro entrenadores en menos de un año.
Este viernes, el Alavés visita el Sánchez Pizjuán para abrir la segunda vuelta de LaLiga y en el banquillo rival se sentará Quique Sánchez Flores. El último de una lista que abrió Jorge Sampaoli, a quien siguió José Luis Mendilibar, para luego recoger el testigo Diego Alonso. La curiosa sucesión de perfiles remite directamente al caos. Resulta imposible establecer un nexo que justifique tal desfile de trayectorias profesionales, concepciones futbolísticas, caracteres y, ya puestos, gustos estéticos.
El descontrol que subyace tras el frenético cambio de fichas podría relatarse a partir de las alucinantes explicaciones y silencios de Pepe Castro Carmona. Despachó el mandatario al repelente Sampaoli aduciendo que había vuelto locos a los futbolistas, obligándoles a jugar a lo que ni saben ni pueden. El pasado 21 de marzo, en pleno flirteo con el descenso, anunció el acuerdo con Mendilibar. Golpe de efecto se queda corto para catalogar el radical viraje.
El grado de desesperación reinante superó las naturales reticencias de una afición habituada a entrenadores asociados a proyectos de altos vuelos. El vizcaino, curtido en destinos modestos, lo dejó claro nada más aterrizar: hay plantilla para salir de agujero. Él, añadió, se limitaría a indicar la dirección que marca la flecha de la brújula.
Dicho y hecho. El Sevilla experimentó una transformación radical, los jugadores captaron enseguida la idea y la legión de escépticos que escrutaba cada minuto de competición y cada palabra que salía de la boca de Mendilibar, se evaporó en cuestión de un par de semanas. La reacción permitió al Sevilla huir de la zona de peligro sin descuidar sus obligaciones en Europa, reto este que por supuesto se daba por amortizado. Entonces, asegurar la permanencia era el único objetivo.
A Pepe Castro le cambió el semblante y el discurso, satisfecho el hombre ante la evidencia de su gran e inusitado acierto. El Sevilla de Mendilibar solo perdió tres partidos, empató seis y ganó ocho. Escaló con agilidad en la tabla y, no conforme con ello, en la UEFA eliminó a Manchester United y Juventus, se plantó en la final y derrotó a los penaltis a la Roma de Jose Mourinho. Y casi le birla la Supercopa al City de Guardiola.
MENDILIBAR, FULMINADO
A la dirigencia del Sevilla no le quedó más remedio que prolongar el contrato del tipo al que recurrió como apagafuegos y no contemplaba como opción de cara al curso siguiente. Un año le firmaron a Mendilibar, que arrancó mal en agosto. La fluidez, el convencimiento y la agresividad del bloque decayeron. Los números (dos victorias, cinco igualadas y cuatro derrotas) se convirtieron en la disculpa perfecta para mandar a Mendilibar a su casa, justo lo que Castro y sus cortesanos estaban deseando en verano y no se atrevieron a ejecutar.
El nuevo volantazo se consumó el 8 de octubre con la presentación de Diego Alonso. El traje ajustado y la corbata estrecha reemplazaban al chándal. Tras un periplo con estaciones en Uruguay, Paraguay, México y Estados Unidos, recalaba en la capital andaluza el hombre que revalorizaría los discretos registros de su antecesor: ni un mísero triunfo en ocho jornadas de liga, cinco puntos de 24 posibles, y cuatro derrotas en Champions, traducidas en la fulminante desaparición del escaparate europeo.
Menos mal que el charrúa, como insistía el ya expresidente después de cada tropiezo, estaba realizando una estupenda labor. El 16 de diciembre y en medio de la escandalera, el Pizjuán en pie de guerra señalando al palco, Castro se plegaba a la cruda evidencia: el avión de Diego Alonso cruzaba el charco y en Sevilla aterrizaba un trotamundos, la última bala. Sánchez Flores protagonizó un debut feliz a costa del desahuciado Granada (0-3). No le fue tan bien en el Metropolitano: caía por la mínima ante un Atlético flojo y en inferioridad casi media hora. Y tampoco en la visita del Athletic (0-2), que ha desvanecido la ilusión inicial por contar con un entrenador de garantías para conseguir su objetivo.
El madrileño, eso sí, recupera a Navas, Mariano, Rakitic y Soumaré para afrontar la visita del Alavés al Pizjuán, rebajando así la fuerte presión de la enfermería.