“Acabamos de asistir, probablemente, al reto sanitario más importante de todos los tiempos. Se dice pronto, ¿no? Hay un antes y un después de este hecho, que no nos va a dejar indiferentes. Y nos va a hacer replantearnos cosas”. Rompe el hielo con esta reflexión el psiquiatra Enrique Saracho, que ha charlado con este periódico antes de la celebración de un encuentro en el que ejercerá de dinamizador. Durante la cita, abierta a toda la ciudadanía con inscripción previa, compartirán su testimonio varias personas de diferentes generaciones y colectivos y posteriormente se abrirá un debate con el resto de participantes.
Parece que esta pandemia más que una huella va a dejar muchas. ¿Cuál cree que va a ser la más profunda?
-Lo que más me preocupa es la socialización, que se fracturen las redes sociales. El aislamiento. Que se rompa ese contacto físico con la gente. Porque ahora parece que el otro es un portador de gérmenes, un enemigo potencial que me puede matar. Para mí el riesgo mayor es este. Y nuestras redes sociales ya estaban bastante fracturadas antes de la pandemia. Porque vivimos en una sociedad donde el individualismo golpea con mucha fuerza, nos aísla, nos divide, nos hace más manipulables y más vulnerables.
Se ha dicho muchas veces que de esta crisis íbamos a salir siendo una sociedad mejor. Visto lo visto, ¿cree que será así?
-Bueno... Yo creo que no podemos ser ingenuos, aunque todos tenemos bonitos deseos. Pero nuestra sociedad está construida de forma insolidaria estructuralmente. Hemos tenido unos episodios de solidaridad coyuntural, pero a la larga la insolidaridad estructural va a poder con la solidaridad coyuntural. Aquí tenemos un trabajo importante los que nos dedicamos al trabajo comunitario y con redes sociales. Vivimos en una sociedad en la que prima el sálvase quién pueda. Y es curioso, cuando ahora con esta pandemia global sabemos que o nos curamos todos, o aquí no se salva nadie.
El impacto que la pandemia está teniendo sobre la salud mental y emocional de la población está siendo otro tema candente.
-Este es uno de los aprendizajes: que hemos descuidado la salud mental. Y esto está afectando especialmente a los colectivos más vulnerables. La soga, cuando tú tiras, se rompe por la parte que está picada. La salud mental es la hermana pobre de la Sanidad y ahora están viniendo las consecuencias, a posteriori.
Es como una gran resaca.
-Es la resaca, esa es la palabra. Viene ahora la resaca pasando factura. Esto se ha planteado muchas veces: ¿qué es peor? ¿una guerra o una posguerra? La guerra es más corta y tienes el enemigo identificado, pero tras la posguerra vienen las carencias y no las pagan todos por igual. Y siempre sufren más los de siempre, los que tienen menos recursos.
¿Y qué me dice la juventud?
-Hemos visto macrobotellones o actos violentos y existe una visión social de que la violencia es gratuita. La violencia nunca es justificable, pero tenemos que entender que no son cuatro jóvenes descerebrados e interpretar esa violencia como un emergente de un malestar profundo. Los jóvenes devuelven al mundo adulto lo que están recibiendo. Son los últimos que se han vacunado, han tenido un toque de queda... no sé si somos conscientes del coste que tiene en la salud mental de un adolescente no permitirle salir y relacionarse. Decimos que los adolescentes no son responsables, pero los adultos no estamos siendo solidarios con ellos. No respetamos sus necesidades, no les escuchamos, no tenemos en cuenta lo que reclaman... y además, les damos ya las soluciones cerradas. El adolescente es constructor, es transformador. Y es un sector social escaso, castigado, pero absolutamente imprescindible y necesario para el futuro de una sociedad. Y lo estamos descuidando. Vivimos en una sociedad que no invierte en su futuro y que además, se endeuda. Y la deuda la van a tener que pagar ellos. Entonces, se cabrean. Tienen motivos. Y tendremos que ayudarles a canalizar esos malestares. Vamos a darles cauces de participación, de reconocimiento de sus necesidades y de la trascendencia que tienen en el futuro de nuestra sociedad.
A nivel personal, ¿ha notado ya un aumento importante de la demanda de ayuda profesional?
-Brutal. Jamás habíamos asistido a algo así. Este aumento de la demanda tiene que ver, por un lado, con esa resaca, efectivamente, pero por otro también con que estamos revalorizando la ayuda psicológica. Estamos dando algunos pasitos dentro de lo que es el estigma de la enfermedad mental y cada vez nos cuesta menos pedir ayuda psicológica y psiquiátrica. La tenemos más normalizada. La gente está descubriendo lo rentable que es ocuparnos de la salud mental. Si tienes el cuartel general bien amueblado, todo va a funcionar mucho mejor.
¿Qué nuevos perfiles están viendo?
-Por un lado, estamos viendo muchos padres de adolescentes en dificultades, muy perdidos, que necesitan ayuda para entender por qué un hijo de repente se descontrola, qué nos está queriendo decir cuando eso pasa. Otro de los emergentes pueden ser las personas que acuden por cuestiones laborales, por estrés, malestar, incertidumbre, conflictos... ya no existen los puestos fijos y hay mucha presión, mucha competitividad y mucha precariedad. Lo que la gente sobre todo lleva peor es la incertidumbre. El no poder amarrar o tener garantizado un trabajo, que lleva a las personas a cuestionarse cuándo van a poder tener un hijo o meterse en una hipoteca.
¿Qué cree que hemos aprendido de todo esto?
-Creo que hemos aprendido mucho. Primero, que somos vulnerables. Nos creíamos imbatibles, en la cima del mundo, y esto es un cura de humildad que nos coloca en nuestro sitio. Hemos aprendido también que es muy importante invertir en salud. Que si la descuidamos, al final se va todo al traste. Y hemos aprendido que los países que tenían los mejores médicos y los mejores hospitales no han sido capaces de evitar los muertos. Y esto hay que decirlo alto y claro para ver si podemos aprender de ello. Tenemos que invertir en la atención primaria, que ha sido también una de las más castigadas dentro de esta pandemia. Tenemos que cuestionarnos nuestra atención a los mayores. Hace tiempo que ya sabemos que las macrorresidencias no son el camino. Y tenemos que aprender también a darle un lugar a los jóvenes, porque invertir en juventud es invertir en futuro. Tenemos que escuchar a los jóvenes. Cuando están enfadados, tenemos que recoger ese enfado y enseñarles a canalizarlo de una forma constructiva. Y eso tiene que ser responsabilidad de los adultos.