oco podían imaginar Luis Sáenz de Olazagoitia, Emilio Apraiz y Gerardo López de Guereñu, entre otros promotores de la construcción de la cruz del monte Olarizu, que 70 años después de su colocación se planteara la posibilidad de que un día se le llegase a considerar como un símbolo franquista, máxime, cuando muchos de ellos mantuvieron toda su vida una postura radicalmente opuesta a la del dictador.
En realidad, la historia de esta cruz comienza cuando se declaró 1950 como Año Jubilar consagrado al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado de María. Con ese motivo, el papa Pío XII se hizo eco de una iniciativa que ya había tenido León XIII en 1900, y pidió que se colocaran cruces en los montes de todo el mundo. En esa ocasión se levantaron cientos de cruces en las montañas de Euskadi, siendo la más emblemática la del monte Gorbea.
En Vitoria-Gasteiz, la petición de Pío XII tuvo respuesta, al igual que en otras miles de ciudades de todo el mundo, cuando se sucedieron una serie de actos conocidos como Santa Misión del Jubileo Universal de 1951. Al finalizar este, siete asociaciones montañeras alavesas se unieron para levantar una cruz en el monte Olarizu, al igual que había hecho la Sociedad Excursionista Manuel Iradier en el Zaldiaran el año anterior, o en el Itxogama ese mismo año. La elección del lugar no fue fortuita, pues la tradición lleva asociando este enclave con la cruz desde, al menos, el siglo XIII.
Quizá convenga aclarar que el termino Olarizu tiene su origen en un poblado ya desaparecido que formaba parte, junto a Arriaga, Ali, Betoño, Adurza, Arrechavaleta, Gardelegui, Castillo y Mendiola, de las conocidas como aldeas viejas por ser las primeras que se agregaron a Nova Victoria tras su fundación. El monte, en cambio, tenía por aquel entonces el nombre de Cruxmendi o Monte de la Cruz, por ser el lugar en el que se encontraba la ermita de la Santa Cruz de Olarizu. Allí se veneraba a Santa Marina o Santa María de Olarizu según el escribano de turno que la mencionara. Personalmente me decanto por Santa María, pues en la iglesia de San Vicente hubo una pequeña escultura de Nuestra Señora de Olarizu, a la que se asociaba con una antigua romería.
La elección del lugar no fue fortuita, pues la tradición lleva asociando este enclave con la cruz desde, al menos, el siglo XIII
Al finalizar 1951, siete asociaciones montañeras alavesas se unieron para levantar una cruz en el monte Olarizu
Para la construcción de la cruz de hormigón armado, de diez metros de altura, el Ayuntamiento aportó quinientas pesetas, mientras que el resto fue sufragado íntegramente a través de una suscripción popular que recaudó cuarenta y una mil quinientas pesetas. Uno de los alicientes que tenía dicha cuestación era que los recibos que se imprimieron constaban de tres partes. Una era para la persona que realizaba la donación, otra para los organizadores, y la tercera se depositó en una cápsula del tiempo que aún permanece bajo la cruz.
Recreación de la cuestación y la cruz de Olarizu. Ilustración: Marian Tarazona
La mayoría de las aportaciones fueron pequeñas cantidades ofrecidas por las clases más bajas que, a pesar de las carestías de la época, quisieron colaborar en la medida de sus posibilidades, aunque esto supusiera realizar un enorme esfuerzo económico. No es de extrañar, por tanto, que estas mismas personas convirtieran rápidamente la cruz, que habían ayudado a erigir, en un lugar emblemático, siendo el destino de innumerables excursiones, comidas veraniegas, e incluso de más un encuentro furtivo para amores prohibidos.
Sin embargo, y aquí radica la polémica actual, hubo una intervención institucional que empañó tan hermosa empresa. El gobernador civil, Luis Martín Ballestero, quiso aprovecharse de la iniciativa y ordenó a los arquitectos Emilio de Apraiz y Jesús Guinea que incluyeran los nombres de los sacerdotes de la diócesis de Vitoria que habían sido asesinados durante la Guerra Civil, haciéndose cargo el Consejo Provincial del Movimiento, únicamente, de los gastos relacionados con la inscripción.
Los organizadores se negaron a acatar dicha orden, e incluso el obispo Bueno Monreal aclaró por escrito que, para la diócesis, el monumento debía ajustarse exclusivamente al proyecto que habían presentado Apraiz y Guinea, el cual no incluía ninguna referencia a los religiosos ni a la colocación de una placa con sus nombres. Es decir, ni el Ayuntamiento, ni la Iglesia, ni los promotores, ni los miles de alaveses que aportaron para su construcción, deseaban que la cruz simbolizara algo más que la conmemoración de las jornadas de la Santa Misión que se habían celebrado en la ciudad y el deseo de Pío XII de que se erigiesen cruces en los montes de todo el mundo.
Finalmente, Martín Ballestero, a cinco días de la inauguración, envió un duro escrito a Apraiz, dándole un plazo improrrogable de veinticuatro horas para cumplir su orden, advirtiéndole de las repercusiones que tendría no acatarlo. Como resultado, finalmente se colocó la placa, pero supuso que, tanto las asociaciones de montañeros como el obispado, se negaran a celebrar los actos previstos para la inauguración del día 23 de noviembre de 1952. Como muestra del rechazo popular a la intromisión del gobernador, poco después, la placa apareció llena de pintadas y destruida, algo que ha seguido sucediendo durante décadas.
Sin embargo la cruz siempre ha sido respetada, terminando por convirtiese en algo distintivo para las localidades que rodean el monte, luciendo con orgullo el nombre de la cruz de Olarizu en sus asociaciones, competiciones deportivas, e incluso empresas privadas.
Hace años que se han eliminado u ocultado los símbolos franquistas y se han colocando paneles que contextualizan su historia, pero, desgraciadamente, no solo se han promovido campañas para su derribo, sino que se ha llegado a dañar la base de la cruz por quienes la han querido relacionar con el franquismo.
Efectivamente, Martín Ballestero logró colocar la lápida, pero esto no significa que consiguiera el objetivo de convertir la cruz en un homenaje a los sacerdotes fallecidos durante la Guerra Civil, y mucho menos que la subvencionara mínimamente. La cruz de Olarizu siempre ha sido y será el resultado del esfuerzo de los montañeros que la promovieron, pero, sobre todo, del de miles de alaveses anónimos que aportaron el dinero y que, en muchos casos, necesitaban para su propio sustento.
Destruirla solo daría validez a los deseos incumplidos del gobernador de la época, pero dejaría para futuras generaciones una idea equivocada de su verdadero sentido y el motivo de su construcción.
En cambio la memoria de todas esas buenas personas, ajenas a cualquier ideología política, que lucharon para que se levantara, quedará en el olvido si, al atardecer de un día cualquiera, no podemos encontrar la silueta que nos ha acompañado durante décadas a todos los que vivimos en la Llanada.