Cumplen con una finalidad bioclimática, funcional, estética e incluso con la de ver sin ser vistos, pero, sobre todo, los “miles” de miradores decimonónicos que tiene Vitoria hacen que la ciudad pueda sacar pecho de sus blancas balconadas, convertidas en todo un signo distintivo de Gasteiz. Así lo ha podido comprobar Iñaki Zárate Apiñániz, que se “ha pateado” el Casco Viejo y el Ensanche para no perderse detalle de ellos. “No te imaginas cuántas veces lo he hecho”, destaca este hombre que piropea a este bello recurso arquitectónico en un capítulo de su libro Gastehiz-Victoria, miradas de ida y vuelta, que acaba de publicar y que presentará este mismo jueves en el Museo de los Faroles (Zapatería, 33), a las 19.30 horas, acompañado de medio centenar de imágenes.
No en vano, como subraya Zárate, “los miradores a partir de 1850 han sido los únicos testigos de la historia de Vitoria. Los únicos que han visto lo que pasaba fuera y dentro de las casas, pero no se ha contado nada de todo lo que han visto”. Y eso que “los vitorianos tenemos la fortuna de vivir en una ciudad que se distingue de manera reconocida por sus miles de miradores que la embellece, que nos orgullecen, por eso voy a intentar dar a conocer algunas de sus peculiaridades”.
Para ello, Zárate comienza antes recordando cuáles eran los primeros puntos de ventilación en las fachadas de los edificios: las ventanas saeteras, como la de la fachada norte de la Catedral Vieja, para pasar, como en el caso de la torre Doña Ochanda, “a una apertura de un mayor tamaño, donde era perceptivo fortalecer con piedra el perímetro de la ventana para que la fachada no resultara perjudicada”.
La técnica constructiva fue evolucionando, con una moldura de piedra que sobresale a modo de apoyabrazos (número 23 de Fray Francisco de Vitoria), detalle que será aprovechado en el diseño y construcción de los futuros miradores. En el número 25 de este mismo paseo -añade- nos encontramos con que la repisa se ha convertido en la base de una ventana mirador, “ejemplo singular y muy exclusivo de la ciudad”. Ya en Prado, 22, en la ventana inferior vemos una repisa que sobrepasa el ancho del hueco, ocupando espacio de la fachada, “éste detalle resulta crucial para la colocación del mirador”.
Así, se llega a los miradores, que se incorporaron “por la calidad de vida que aportaban a la Vitoria decimonónica”. Unos valores, que a su juicio, son el bioclimático (por la virtud de los cristales para retener en el interior de la casa los rayos de calor del sol, en una época en la que no había calefacciones), el funcional (porque permite un mayor espacio útil de la vivienda, más la posibilidad de observar sin ser visto) y el estético (aporta al exterior de la casa la añadida belleza que sus propietarios desean otorgarle). “Características tan ventajosas que propiciaron en la ciudad el gran boom de la construcción de los miradores durante la segunda mitad del XIX, siendo los talleres de carpintería los principales protagonistas de la nueva moda”, especifica.
En concreto, en el año 1854 se concede la primera licencia para un mirador en la calle Portal del Rey, 32. Y 165 años después siguen en Vitoria por su gran utilidad y belleza. “El mirador no se pudo hacer antes porque los tamaños de cristal llegaban a un límite determinado y para vanos largos no había fabricación industrializada del vidrio”, detalla. Así fue hasta que en 1840 los franceses lo desarrollaron y a partir de ese momento comenzaron a proliferar. En Gasteiz hay miles, “pero no se sabe cuántos exactamente”.
Los más curiosos Zárate selecciona en su obra los más curiosos y artísticos, como los que corresponden a las casas llamadas de Echevarría, que fueron edificadas en 1920, en la esquina calle Prado con Diputación. También la calle Cuchillería, que en su número 17, ofrece “una singular obra, que probablemente sea la de mayor complejidad de elaboración: un mirador completamente tallado, a excepción de las maderas planas utilizadas para los marcos de las ventanas”. En esa misma artería, pero en el 17, “sorprende” el conjunto de cuatro miradores en disminución, “que parecen las pagodas japonesas por la peculiar curvatura de los vierteaguas instalados en los apoyabrazos y tejadillos”. También llaman la atención los de Los Arquillos, que inicialmente no los tuvieron, “pero fueron sometidos a la moda y enriquecieron su esplendor”. Hasta llegar a la “niña bonita” de Zárate, el mirador de Mateo Moraza: una hermosa galería, llamada El Palmeral, con cierto aire Art-Nouveau, diseñada por el arquitecto Javier Aguirre, por encargo de la Caja de Ahorros Municipal y colocada en 1907. “Resulta un espectacular ejemplo de varios aspectos, que aparecen individualmente, en los miradores: orientación a la solana, cristales que retienen los rayos solares en la piedra interior, madera y cristal, además de la capacidad artística del artesano para conseguir el efecto deseado”, enfatiza. Pero en este caso, además de la armonía entre sus formas rectas y curvas, -agrega- observamos los cristales superiores tintados para proteger del sol los ojos de los moradores: son pequeños trozos de cristal de diferentes colores y unidos mediante plomo y madera.
Aparte, están los “magníficos ejemplares” de la Virgen Blanca, y los que desde ahí dan a Postas, con una “galería-capilla-coro”, más la especial curvatura de los números 14 y 16 de la calle Manuel Iradier. Todo ello hace que sea “un verdadero placer contemplar estas obras en las que los carpinteros dejaron su impronta”, remarca Zárate.
Los miradores. Las blancas balconadas que salpican las fachadas de Vitoria se originaron en el Casco Viejo, como reflejo del comienzo de la era industrial. A través de la Virgen Blanca y de Los Arquillos se fueron extendiendo hacia el Ensanche decimonónico. El más antiguo se remonta a 1854 y fue construido en la calle Portal del Rey.
El libro. ‘Gastehiz-Victoria, miradas de ida y vuelta’ hace un repaso a los miles de miradores que tiene la ciudad. Su autor, Iñaki Zárate, lo presentará este jueves, a las 19.30 horas en el Museo de los Faroles (Zapatería, 33).