en el día grande de La Blanca, Vitoria amaneció gris y perezosa, sin duda lastrada por los excesos de la noche anterior. Mientras el Rosario de la Aurora se abría paso por la ciudad, las nubes hicieron un leve amago de soltar su carga y un sirimiri tenue mojó algunas cabezas, haciendo que se abrieran los primeros paraguas. Sin embargo, a medida que se acercaba la hora en que las cuadrillas de blusas y neskas se acercarían a la hornacina de la Virgen Blanca para realizar la ofrenda floral, el clima ofreció una tregua a los gasteiztarras y se contuvo. Sobre la balconada, como ya es tradición, el desfile de los grupos llenó de emoción ramos y vítores el recinto, convertido en epicentro de la fiesta. Dentro de la abarrotada Iglesia de San Miguel, el respetuoso silencio de la misa pontifical únicamente se quebraba al abrirse las puertas para que los feligreses entraran o salieran. Los cánticos de las cuadrillas y los vítores a la patrona de Vitoria se colaban en el interior del templo recordando que el de ayer era un día muy especial para todos los gasteiztarras.

Durante la celebración, una triste noticia. El obispo, Juan Carlos Elizalde, había tratado hasta el último minuto de reponerse de un cólico nefrítico para poder asistir, pero llegadas las nueve y media de la mañana y a pesar de una ligera mejoría no pudo sino delegar el peso de la homilía en el vicario general, quien excusó su ausencia y trasladó sus mensajes de cariño. “En un mundo tan secularizado como el nuestro, la fe parece irrelevante y surgen campañas contra todo lo que sea creencia. Muchos estarían dichosos si se suprimieran todas las celebraciones religiosas de las fiestas. Ante esta secularización, recordaba lo que un sociólogo norteamericano, Peter Berger, llamaba rumor de ángeles. Rumor de trascendencia. Rumor de añoranza y deseo de Dios. Cuánto rumor ha resonado esta noche. Cuánto rumor resuena esta mañana en Vitoria. Cuánto rumor de ángeles. Cuánto rumor de Dios”, expuso a los presentes el salesiano Carlos García.

Al tiempo que el sermón calaba entre los oyentes, a pocos metros de allí, Iker, de Basatiak, cumplía con el rito que repite desde hace décadas frente a la imagen de la Virgen Blanca. Hace 20 años que se mudó a Madrid, pero ni siquiera la brecha geográfica ha sido capaz de impedir que cada 5 de agosto regrese a la ciudad para tomar parte en la ofrenda floral junto a su cuadrilla. “Vengo a Vitoria menos de lo que me gustaría pero nunca fallo en fiestas”. La noche anterior salió “con el freno echado” para poder disfrutar de la jornada de ayer en plenitud de facultades. “El 5 es, sin duda, el día más importante de las fiestas y para mí el más emotivo. Me gusta venir a saludar a la patrona y luego seguir la jornada”, señalaba. “Esta noche -por ayer- sí que lo daré todo y mañana -por hoy- volveré a Madrid”, añadía.

Los de Bereziak disfrutaban, holgadamente, de un almuerzo pausado en Mateo Moraza. Gasteiztarrak hacía lo propio en el exterior del Iradier Arena. Gigantes, cabezudos, blusas y neskas con niños pequeños y alguna que otra charanga salpicaban esporádicamente un centro repleto de tranquilidad, cuando, de repente, todo cambió. Alrededor de las 12.30 horas se produjo una explosión de actividad. Las cuadrillas llegaron sin previo aviso, como una riada que inundó los enclaves estratégicos de la fiesta. La multitud llenó de agitación la celebración del Campeonato de Pelota en el frontón de la Plaza de Los Fueros y resultaba misión casi imposible hacerse con una mesa en la terraza de la Plaza de Correos. Los blusas y neskas de Margolariak convirtieron el enclave en su cuartel general para disfrutar del vermú y la charanga apenas se tomaba respiros para elevar la moral del personal a golpe de versión.

Por todas las esquinas resonaron Paquito el chocolatero, las adaptaciones aceleradas de los éxitos de Rafaella Carrá, el repertorio de Village People, y el inevitable Despacito. En Mateo Moraza, completamente practicable una hora antes, no cabía un alma. Los integrantes de Luken se dejaban llevar por la andanada de hits de sus músicos acompañantes y se lanzaban al suelo nada más arrancar las notas de La Cucaracha, emulando los movimientos del insecto en cuestión. La alegría, el baile, los giros incontrolados de muñeca con los brazos en alto y los lololos habían tomado definitivamente el centro de la capital y amenazaban con mantenerlo en su poder durante los próximos días. Ya no hay vuelta atrás. Blusas y neskas se han hecho con el control de la ciudad.