Desde tiempos inmemoriales, los habitantes de la zona rural alavesa han sido especialmente dados a rebautizar a sus conciudadanos con motes que, con el paso de los años, se han convertido en su principal seña de identidad. Tanto es así que esa afición ha sobrepasado el interés particular y hoy, poblaciones enteras, y por ende, todos sus habitantes cuentan con su propio mote colectivo.
La marcha de los jóvenes de los pueblos a la ciudad, los cambios de vida actuales o las cada vez más escasas relaciones interpersonales del día a día amenazan con relegar al olvido esta curiosa tradición. Los vitorianos son conocidos como babazorros. Sin conocer exactamente la procedencia de esa denominación, hay quién asegura que todo viene desde que un joven llegó a Amurrio, un tal Juan Gaztea de Arbulo. Éste emparentó con los Anuncibai en la Casa de Mariaca, en donde todos lo llamaban babacorro porque era alavés y su principal alimento eran las habas. Poco a poco, este mote se fue extendiendo para todos los habitantes del territorio.
La historia real de los propios pueblos, el comportamiento de sus vecinos, la cercanía de otras poblaciones o la necesidad de comparación con ciudades grandes han dado lugar a una larga lista de motes a lo largo y ancho de la geografía alavesa.
Así, no resulta extraño que los vecinos de Yécora sean, para el resto de riojanoalaveses, zuqueros, pues el cultivo de la remolacha era habitual en esta localidad mucho antes de que sus campos se poblasen de las afamadas vides. Arbejeros para los vecinos de Espejo y Lahoz, barbatillos para los de Arlucea, lentejeros para los de Maturana, Guevara y Estarrona, aceituneros para los de Anúcita, perretxikos para los de Ozaeta, endrinos para los de Ullibarri Arana y enebros para los de Mendibil son un claro ejemplo de la identificación de sus vecinos por los cultivos y plantas más habituales en sus campos.
Los oficios que predominaban en los distintos pueblos alaveses han dado lugar a curiosas identificaciones. Así, los de Abetxuko son cencerreros, los de Aberasturi carboneros, los de Alcedo boteros, los de Antezana Ribera sarteneros, los de Lekamaña abarqueros, los de Markinez mortereros, los de Rivabellosa albarderos, los de Santa Cruz de Campezo cuchareros y los de Villanueva de Valdegobía papeleros, entre otros.
Una amplia presencia de ciertos animales en las cercanías de ciertas localidades alavesas han servido como motivo de nominación a sus vecinos. Así, muchos alaveses pueden considerarse raposos si pertenecen a pueblos como Berantevilla, Doñoro, Montevite y Villabuena, gorriones (Anda, Burgueta y Betoñao), caracoleros (Nanclares de la Oca), buvillos (Lanciego), mochuelos (Olarizu) o avefrías (Azáceta).
Hechos ocurridos en ciertas poblaciones también han dado pie para llamar a la gente de cierta forma. Por eso se dice que a los de Guillerna se les llama chivos rojos. Una noche, cuando venían unos jóvenes de las fiestas del pueblo vecino, vieron a un chivo pastando junto a la iglesia. No se les ocurrió otra cosa que atarlo a la cuerda de la campana del templo y prender fuego a unos bardales cercanos antes de irse a casa. El animal, asustado por la llamas, comenzó a correr y puso en son las campanas. Los vecinos del pueblo se acercaron y vieron algo rojo por las tonalidades del fuego. Creían que era el mismo diablo. Todos se juntaron para pedir a voz en grito: “San Fausto valeroso, sálvanos del chivo rojo”. De ahí su curioso sobrenombre.
Además, no están exentos de cierta carga crítica los apodos que pretenden, con una sola palabra, definir el comportamiento de sus vecinos más próximos. De este modo, a los de Oion, Elvillar, Heredia y Galarreta se les denomina judíos. Los de Barambio son guapos, los de Elciego señoritos y los del Valle de Zuia pescuezos largos, por su fama de engreídos. La lista la completa con otras localidades como Durana, cuyos vecinos son tercos, o los de Crispijana, apodados los ruines.
En otros casos, es la propia historia la que brinda una excepcional ocasión para colocar estas peculiares etiquetas. Así, los de Agurain son condes, ya que el municipio se constituye en un condado que ha dado pie al título nobiliario de Conde de Salvatierra.
Además, en los pueblos abundan las leyendas en las que se cuentan las procedencias que pueden tener sus motes. Los vecinos de Ollabarre se conocen como espuelistas ya que, según narra la tradición, cuando iban a Nanclares eran los últimos que se marchaban del pueblo.
Las localidades grandes e incluso ciudades extranjeras se han convertido en lugar de referencia para nombrar a los habitantes de las distintas poblaciones de la zona rural alavesa. De ello dan ejemplo los vecinos de Llodio a quienes se denomina londinenses o los de Abecia, cuyo sobrenombre es el de toledanos. Franceses los de Larrea, sevillanos los de Artziniega o madrileños los de Ullíbarri-Gamboa.
No existe una teoría concreta que dicte la procedencia de estas denominaciones, aunque diversas leyendas que han dio pasando de generación en generación cuentan cómo surgieron. Con el paso del tiempo resulta ya difícil discernir si se trata de hecho verdadero o de simples invenciones con el mero objetivo de ridiculizar a los habitantes de poblaciones cercanas.
Resulta curioso conocer que a los habitantes de Corres y Fontecha se les llama balleneros desde que, un buen día, lograsen acribillar a balazos a toda una ballena avistada después de que una gran tormenta hiciera crecer el caudal desmesuradamente. Al ver entre el caudal un gran bulto, al que atribuyeron forma de ballena, acudieron prestos con escopetas para deshacerse de ella. Al acercarse comprobaron cómo tan sólo se trataba de una cuba de vino.
Son varias las localidades de la geografía alavesa que cuenta con uno o más motes. Así los vecinos de Abornicano pueden denominarse madrileños, Padura o padureños, los de Albeniz chivos rojos, rojillos o pan tostau, los de Alecha zurrumberos o candil sin mecha, los de Barriobusto gallegos o curtos o los de Lezana calurosos o alapargateros, entre otros.
Lo cierto es que Álava es una provincia muy rica en este tipo de gentilicios populares. Muchos son los pueblos en los que lo popular se acaba imponiendo a lo oficial consiguiendo que la tradición acabe etiquetando a todo un colectivo. En definitiva, leyendas e historias que se cuentan con mucho humor y algo de sorna, transmitidas de generación en generación, y que han dado lugar a que en el territorio casi todos los pueblos tengan un mote o apodo.